domingo, 20 de agosto de 2017

La cordillera, de Santiago Mitre



En El estudiante y en la remake de La Patota, Santiago Mitre mostró a personajes sin poder debatiéndose ante dilemas de orden político. En La cordillera, si bien lo político está presente, el factor de un sujeto con poder, el ejercicio de este y sus limitaciones, constituyen un planteamiento casi excluyente.    

Muchos descontaron en su momento que El estudiante (2011) iba a constituir una fórmula a repetirse. No era para menos, ya que fuera de toda solemnidad, pero de manera harto efectiva, Santiago Mitre logró contar en su primer largometraje las contradicciones de la política desde la órbita de la militancia universitaria. No obstante con la remake de La Patota (2015, basada en la realización de 1960 dirigida por Daniel Tinayre y guionada por Eduardo Borrás) volvió a sorprender positivamente dando un giro al guión compartido con Mariano Llinás en que la reacción de Paulina, el personaje interpretado por Dolores Fonzi, encontraba su apoyo para sobreponerse a la violación ya no en lo religioso, sino en sus fuertes convicciones políticas. 

Claramente si algo hay en común en La cordillera con sus dos predecesoras, es la mirada a lo político; pero en este caso, si bien la trama de la historia muestra a su personaje central debatiéndose en un maremágnum de presiones de la más alta escala, las contradicciones que exploraron los personajes de los anteriores trabajos del director han sido surfeadas con creces por Hernán Blanco (Ricardo Darín), presidente argentino recién asumido que asiste a una cumbre de jefes de Estado de Latinoamérica para tratar un acuerdo a instancias de erigir un consorcio petrolero interestatal en la región. Hernán Blanco ha llegado al poder presentándose como un hombre común: exintendente de Santa Rosa y exgobernador de La Pampa. No esperen alusiones -por lo menos explícitas- con presidentes de la actualidad o del pasado porque no los hay en absoluto. Gracias a su artífice y actual jefe de Gabinete (Gerardo Romano), la estrategia de marketing ha sido exitosa, pero este ardid se ha transformado en un arma de doble filo, ya que ahora Blanco es visto por la prensa y por vastos sectores de la política como un hombre débil ante el enorme desafío de gobernar una nación. Cuestión de poder: las primitivas contradicciones han sido superadas, pero las que aparecen ahora plantean no solo los dilemas de un sujeto teniendo a tiro de su propia decisión cuestiones de índole tan trascendente, sino también la pregunta de dónde está el verdadero poder, punto excluyente en la historia más allá de los elementos fantásticos, de thriller político y de sean cuales fueren sus derivaciones.  

Sumado al encuentro (que tiene lugar en un hotel de la cordillera chilena) y sus consabidas presiones, Blanco deberá lidiar con la figura del presidente de Brasil Oliveira Prete (Leonardo Franco) jugando como articulador del pacto y figura preeminente y eclipsante, con los intentos de su par mexicano para darle entrada a empresas norteamericanas de capital privado, y por si esto fuera poco, con la inesperada llegada de su hija Marina (Dolores Fonzi), personaje que acaso accidentalmente, constituya el eje sobre el cual entender la verdadera naturaleza de su padre: Marina llega al hotel en medio de una crisis psicológica, y las sesiones de hipnosis que le practicará un psiquiatra chileno, darán cuenta de ese inconsciente que probablemente, de ser revelado de manera efectiva, aporte por un lado pistas al espectador, pero por el otro un escollo extra en el derrotero del personaje interpretado por Darín.   

Se juega mucho en La cordillera con una de las fórmulas hitchcockianas de ir revelando en cuentagotas la resolución de la historia (Mariano Llinás vuelve a ser coguionista junto al director). Y tal vez la figura clave en este juego sea Claudia Klein (Elena Anaya, la chica de La piel que habito de Pedro Almodóvar), periodista española que indaga en el pasado de Blanco en dos entrevistas y logra hasta cierto punto penetrar en la psicología de un hombre que desde el vamos advierte como incógnita. Todo en realidad, desde ese punto, gira en torno a la psicología de Blanco, en torno a sus omisiones, en torno al peso de lo que se oculta invistiendo una gravedad mucho mayor a la de los hechos llanamente mostrados, y quizás sea su secretaria (Érica Rivas), dada su por cierto ambigua cercanía, quien más claramente entienda cual es la verdadera partida que el presidente argentino está librando en este oscuro enredo de pasados familiares, avatares del poder, denuncias de corrupción y enormes intereses económicos en pugna, sumado a un ingrediente sobrenatural clave (o no). Quedará esto librado a la resolución del film o a la interpretación del espectador.

Ricardo Darín es a esta altura de los acontecimientos nuestro everyman, y honestamente su actuación en La cordillera es una de las mejores de su carrera, dada la complejidad de tener que interpretar a un hombre que debe capear tantos frentes de conflicto al mismo tiempo, sumado esto a que lejos de apelar a un personaje verborrágico, se decidió optar por alguien que calla mucho más de lo que concede en sus diálogos, y quizás no sea este un rasgo de su promocionada simpleza de hombre común, sino (volviendo al tema del peso de la omisión en la trama) todo lo contrario. Tamaño desafío actoral sorteado con creces.