domingo, 26 de noviembre de 2017

Last Flag Flying, de Richard Linklater, en el marco del 32º Festival Internacional de Cine de Mar del Plata

Road movie que combina efectivamente drama y comedia gracias al contrapunto actoral de Brian Cranston, Steve Carrel y Laurence Fishbourne, el último film de Richard Linklater funciona hasta cierto punto como una secuela de The last detail.

En 1973, dirigidos por Hal Ashby -uno de los no tan mencionados directores de la Nueva Ola Americana-, Jack Nicholson, Otis Young y Randy Quaid protagonizaron The last detail, comedia dramática que narraba el viaje de dos marines norteamericanos que trasladan desde un regimiento hasta una prisión de la lejana Boston a un camarada de armas condenado a ocho años de prisión por robar cuarenta dólares. La película estuvo basada en la novela homónima (1970) de Darryl Ponicsan y contó con el guion de Robert Towne. Last Flag Flying, está basada también en un libro homónimo (2005) de Ponicsan, quien en este caso participa coguionando su propia historia con Linklater. Pese a que sin duda hay puntos en común entre los dos films, no necesariamente debe tomarse al actual como una secuela del de 1973. De todas formas, los personajes están estrechamente identificados y para encontrar esos puntos en común obviamente hay que ver las dos películas. Pero más allá de esto, el último trabajo del director de Boyhood funciona independientemente desde el punto de vista narrativo, sin necesidad de tener que establecer relación alguna con The last detail.

Ahora, ya en 2003, son tres veteranos de la Guerra de Vietnam quienes se reúnen luego de treinta años y harán un viaje: Sal Nealon (Brian Cranston), el Reverendo Richard Mueller (Laurence Fishbourne) y Larry 'Doc' Shepherd (Steve Carrel). Un viaje nuevamente hasta Boston, pero para dar entierro al hijo de Doc (guiños al Meadows de Randy Quaid en The last detail), quien fue muerto en la Guerra de Irak. Doc ha perdido también, hace no mucho, a su esposa a causa de un cáncer de mama y sigue empleado en la fuerza. Sal, tras su retiro, posee un bar de mala muerte en Virginia (imposible no asociarlo con el Buddusky de Nicholson de la película de los '70) y no muy lejos de ahí, el Reverendo Mueller imparte la palabra de Dios en un pequeño templo, arrepentido de su pasado de vicios de toda índole. 

No es ninguna sorpresa que una película de Linklater tenga al paso del tiempo como un elemento sustancial del relato. Y como se lo hace jugar principalmente en la trilogía Before Sunrise (1995), Before Sunset (2004) y Before Midnight (2013) y en Boyhood (2014), aquí también el factor tiempo no solo oficia como un cincelador que modifica por un lado algunos aspectos de la personalidad de los personajes, sino también, por otra parte, como un componente que no ha logrado mudar sus rasgos más privativos. En Sal no se ha modificado su atávico espíritu cuestionador de las instituciones (religiosas incluidas), sumado a su propensión a los vicios y su debilidad por las mujeres, en Mueller no ha cambiado su aceptación de las circunstancias a las que tanto la vida o las instituciones pueden obligar a vivir a una persona, y en Doc sigue vigente en cierta medida su sujeción a las decisiones de los demás, hecho que no obstante irá cambiando a lo largo del nuevo viaje. 

Una muerte tan temprana en una nueva guerra, no puede funcionar de otra forma en la mirada de estos tres veteranos que como un resurgimiento del absurdo que representó Vietnam para una generación de jóvenes que excedió a Estados Unidos. Sin embargo, Last Flag Flying evita caer en esos planteos de corrección política que por lo general no hacen más que simplificar los aspectos asaz complejos de las guerras y los múltiples asuntos de pertenencia general y personal que se libran en ellas. Otro rasgo que queda en claro de antemano es que estamos en presencia de una comedia dramática, y el contrapunto logrado entre los momentos sobrecogedores y las festivas incursiones de Sal (un estupendo Cranston en vena de comediante) están dosificados con gran efectividad (mérito también este del excelente guion de Ponicsan-Linklater).

Richard Linklater estuvo mucho tiempo detrás de este proyecto. Y más allá de lo que se ha escrito sobre la importancia del factor tiempo en su cine y en esta historia en particular, es probable que por estas épocas tal vez él, junto a Alexander Payne y Paul Thomas Anderson, más que ningún otro director norteamericano actual, sean los claros herederos en muchos aspectos de esa movida cinematográfica llamada también Generación de los '70 de la cual Ashby participó, movimiento de corte tan naturalista en eso de ficcionalizar la vida y las circunstancias de personas dubitativas, débiles en muchos rasgos de su personalidad y sobrepasadas por las circunstancias; corriente cifrada también en realizadores como Bob Rafelson, Peter Bogdanovich, y más popularmente en los nombres de Francis Ford Coppola, Martin Scorsese y Brian De Palma. 


                    

domingo, 19 de noviembre de 2017

Lucky, ópera prima como director de John Carroll Lynch, en el marco del 32º Festival Internacional de Cine de Mar del Plata


Desde hace veintitantos años, pero mucho más asiduamente ya en los '2000, venimos viendo a John Carroll Lynch desempeñarse en esos papeles si bien no protagónicos, lo suficientemente relevantes para no olvidar la cara y la efectiva labor de un actor tanto en series (Càrnivale, El cuerpo del delito, Billions) como en cine (Zodíaco, Gran Torino, Crazy, Stupid, Love, El fundador). En este caso, detrás de la cámara por primera vez, dirige uno de los últimos trabajos actorales del recientemente fallecido Harry Dean Stanton, quien interpreta a un anciano ateo de 90 años que vive en un pequeño pueblo en una zona desértica de Estados Unidos, y para quien la proximidad de la muerte, dadas su falta de certidumbres y su avanzada edad, se vuelve un motivo de deliberación cada vez más perentorio. El guion de los debutantes Logan Sparks y Drago Sumorja, parece haber sido escrito para una película que más que una historia de ficción, bien podría ser la forma conjetural en que podrían haberse imaginado los últimos años de Stanton. Un personaje hecho a la medida de un actor que ha dado muestras de su capacidad de interpretar de forma modestamente gigantesca, sin necesidad de alocuciones grandilocuentes ni de una puesta pensada para paliar algún tipo de falencia actoral. Porque eso es Lucky: un veterano de guerra, sin hijos, sin grandes recursos económicos, amante de la música mexicana, sin una formación académica que lo lleve a explicitar sus enigmas existenciales de forma sofisticada, alguien conocido por todos en el pueblo y en -casi- completo estado de desnudez y exposición ante lo conocido, pero con una enorme pregunta ante la cada vez menos eventual certeza de un final con puerta a lo incógnito. Hay otro Lynch en la lista de créditos. David, alguien que vaya si lo ha hecho descollar a Stanton (Corazón Salvaje, la hermosa interpretación del Lyle de Una historia sencilla, su participación en Twin Peaks), interpretando a Howard, un vecino del pueblo y amigo de Lucky a quien se le ha perdido su tortuga de cien años llamada President Roosevelt y cuya única preocupación es qué será de ella los próximos cien, cuando él ya no esté. Un punto acaso contradictorio de la historia es el rasgo de candidez o falta de credibilidad de mostrar lo amigable (sin excepciones) del contexto humano que rodea al anciano en épocas en que pareciera que el envejecer se ha convertido en un pecado imperdonable, sobre todo porque en la trama la palabra realismo va cobrando un peso determinante en las consideraciones del personaje principal, sumado a que Lucky no se caracteriza por su propensión a la diplomacia. Pero más allá de eso, la ópera prima de J. C. Lynch no deja de enternecer, ya que como se dijo, oficia como un merecido homenaje en vida a un actor que nos ha dejado tantos momentos sublimes a lo largo de sus más de sesenta años de carrera. Beth Grant, Ed. Begley Jr., Barry Shabaka Henley, Hugo Armstrong y Tom Skerritt (compañero de rodaje de Stanton en Alien, el octavo pasajero), completan parte del elenco. 



sábado, 18 de noviembre de 2017

Wonderstruck, de Todd Haynes, en el marco del 32º Festival Internacional de Cine de Mar del Plata


Todd Haynes homenajea en su película más popular hasta la actualidad, dos momentos icónicos para el cine, narrando la odisea de una niña y un niño separados por cincuenta años, pero vinculados por sus circunstancias. 

El escritor e ilustrador Brian Selznick -pariente no tan lejano del mítico productor David O. Selznick (fue primo de su abuelo)- tuvo la primera adaptación cinematográfica de uno de sus libros con La invención de Hugo Cabret (2011, dirigida por Martin Scorsese). En aquella oportunidad, el guion estuvo a cargo de John Logan. Wonderstruck, el último trabajo de Todd Haynes, lo cuenta a Selznick como autor del libro y guionista de dos historias que acontecen en épocas separadas por cinco décadas, pero que sin embargo tienen como escenario casi excluyente a la ciudad de Nueva York.

En 1927, Rose, una chica sorda de 14 años (interpretada por Millicent Simmonds, quien en la vida real también es sorda), se traslada a Nueva York en busca de su madre (Julianne Moore), exitosa actriz quien se encuentra de gira teatral en la época en que el cine mudo va dando paso al sonoro. Por su parte, en 1977, Ben (Oakes Fegley), un chico de 12 años huérfano de madre quien acaba de quedarse sordo a raíz de un accidente, decide ir a Nueva York desde el remoto Minnesota tras la borrosa huella de su padre a quien no conoce, valiéndose de dos pistas que encuentra en su casa. Pero si bien las dos épocas están separadas por cincuenta años, ambos itinerarios van siendo interpuestos en un contrapunto que quizás en un principio resulte un poco abrupto, ya que lo mostrado de 1927 se filmó en blanco y negro en una recreación de tópicos fílmicos y actorales de la década, sumado al clima de depresión económica, y los saltos al bullicioso y en algunos aspectos decadente Nueva York de finales de los '70, por momentos se tornan demasiado bruscos. La clave acaso esté en la música que unifica las secuencias sin modificarse, dando un primer atisbo, como es de esperarse, de que las dos historias tenderán a confluir en algún momento de la película.

Claramente dickensiano en muchos aspectos: chicos solos con su suerte jugada en un principio a la mano de Dios, la ciudad como amenaza, la ausencia total de recursos económicos, el film sin embargo tiene como tema preponderante la comunicación y los mecanismos que las personas encuentran para establecerla. No hay que olvidar que la sordera de los dos protagonistas es el primer guiño explícito de confluencia. Pero hay también en él un homenaje al cine de las dos épocas. Haynes declaró haberse inspirado en The Crowd (1928) de King Vidor y en The french Connection (1971) de William Friedkin para componerlas. También la presencia de los gabinetes de curiosidades y los museos, aluden al hecho comunicacional de dispositivos que logran traer el pasado al presente, como obviamente también el cine. En los guiños a la música como un tal vez más sutil pero no menos efectivo testimonio de tiempo, destacan Space Oddity de David Bowie y Fox on the run de Sweet, reproducidos en vinilo y en bandejas que no dejan de ser tampoco (más allá de haber sido reflotados en la actualidad) un emblema de un tiempo pasado. Y dicho sea de paso, objetos de diversa índole como portadores de historias, también tienen un lugar dentro de esa línea de conexión pasado-presente. 

Julianne Moore cuenta con ésta su cuarta participación en un trabajo de Haynes, interpretando dos papeles de la manera brillante en que suele desempeñar sus roles. Sobre todo, el papel de esa actriz de las postrimerías del cine mudo en el cual la labor de un actor se encaraba de manera harto diferente dada la ausencia de textos sonoros. Hay un film dentro del film en que una joven mujer personificada por Lillian Mayhew, la madre de Rose, trata de salvar la vida de su hijo en brazos debatiéndose en medio de una feroz tormenta, y es esa una de la mejores secuencias, tan a contramano de la lógica cinemática del cine y la actuación actuales.

Emotiva, carente de golpes bajos, sobre todo en su resolución, Wonderstruck representa ciertamente la propuesta más familiar de Haynes hasta el momento. En sus propias palabras: "es un tributo a lo que se hace con las manos, con los dedos. Del lenguaje de signos a la construcción de miniaturas, como la que mostramos de la ciudad de Nueva York. Es un homenaje a lo táctil, al pegamento y a la tinta que se quedaba en las yemas de los dedos. Recuerdo cómo se quedaba en las mías. Y creo que los niños necesitan aprenderlo."



   

domingo, 24 de septiembre de 2017

It, de Andrés Muschietti: el sueño del pibe


En comparación con la miniserie de 1990, la versión de Andrés Muschietti de It, es mucho más fiel a la novela de Stephen King, razón por la cual tuvo que resignar una considerable franja de público dada su calificación bastante restringida en muchos países. Pero el respeto al texto original y obviamente un indiscutible talento para el cine de terror, llevaron al director argentino a mantener una relación epistolar con el creador del aterrador Pennywise.

En el cine comercial de los últimos tiempos, salvo raras excepciones, ha quedado claro que el arte de asustar, es una aptitud que raramente aparece dentro de la gran oferta de películas de terror que casi semanalmente se estrenan y que -en su gran mayoría- pasan al olvido, provocando algunas más risas que gritos de espanto, otras, más bostezos que momentos de tensión. Sin embargo, Andrés Muschietti -quien costeó buena parte de su vida haciendo publicidad- mostró con Mamá (2013, película que se realizó bajo apadrinamiento y producción ejecutiva de Guillermo del Toro, quien previamente había visto en YouTube el corto homónimo del director argentino clickear) que es posible encontrar atajos nuevos sobre los cuales construir una historia que asuste sin caer en el facilismo de las fórmulas trilladas ni en una artificiosidad desmesurada.

Cary Fukunaga (True detective), quien comparte los créditos de guionista junto a Chase Palmer y Gary Dauberman, fue quien originalmente iba a dirigir el film, pero diferencias creativas obligaron a la productora a buscar un nuevo realizador. Declaró Bárbara Muschetti, hermana de Andrés y productora del proyecto y también de Mamá (escribió asimismo aquella historia junto a su hermano y ambos compartieron el guión junto a Neil Cross): "Desde ese momento yo empecé a seguir de cerca la evolución del proyecto y cuando me di cuenta de que era probable que se abriera una posibilidad, comencé a hacer los contactos. Por suerte ya teníamos una relación con New Line y ellos también estaban pensando en nosotros para dirigirla y producirla. Así que, bueno… Alcoyana alcoyana. Andy preparó un pitch en cuatro días y les encantó."

Muchos conocieron It, en los noventa, a través de la miniserie dirigida por Tommy Lee Wallace, que en su presentación en VHS en argentina, se difundió como una película de larga duración. Hay muchas y superadoras diferencias entre aquella versión y la realización del director argentino. La más visible probablemente sea el respeto mucho más fidedigno a la novela de King. Los temas que en en la miniserie se muestran de manera mucho más borrosa, aquí se explicitan en lo textual y en lo visual con mucho más claridad, razón por la cual se le dio a la cinta la calificación "apta para mayores de 16 años" en Argentina. El abuso del padre de Beverly hacia su hija, la visión del incendio en Rincón Negro narrado en la novela por el padre de Mike Hanlon, las escenas en que brotan a diestra y siniestra ramalazos de sangre, la del hermanito de Bill a quien Pennywise le arranca literalmente un brazo, diferencian de forma patente esta versión de la de Wallace. Otro punto a favor de la actual versión es cómo se hace hincapié en esa suerte de síndrome de Derry en el cual la población de la pequeña localidad de Maine (adulta sobre todo) parece caer, no tomando conciencia de la gravedad de lo que está ocurriendo. Y Pennywise, funciona ahora mucho más que entonces como un espejo, ya no como un personaje a ser juzgado moralmente, dado que el mal en estado puro, más allá de ser producto de la imaginación de un niño o una realidad, más allá de cobrar formas que varían conforme la psicología del destinatario de las vilezas, no inviste matices que posibiliten algún tipo de cotejamiento. No obstante, de la reacción a esa calamidad que buena parte del pueblo de Derry mira pero no ve, sí se desprende una idea clara de lo que King quiso significar en ese aspecto (político por si quedase duda alguna) de su extensa historia. No hay que olvidar que It es una novela de mediados de los ochenta, época en que la sociedad norteamericana padecía el anquilosamiento y la falta de reacción de las mayorías ante las barrabasadas de la administración Reagan (1981-1989). También se optó por situar esta vez los acontecimientos a finales de los ochenta, punto que sí varía en relación con la historia original que acontece en los cincuenta: posters de Gremlins, remeras de Metallica y de Anthrax, walkmans, videojuegos emblemáticos de aquellos tiempos, el grupo de hostigadores con un look de sutiles guiños retrocincuentosos muy ochentas, música de The Cult, The Cure y de New Kids on the Block.  

La sinergia actoral de los chicos es otro rasgo relevante en la actual entrega. Se trabajó mucho en eso. Los chicos convivieron entre ellos mucho tiempo antes del rodaje, se familiarizaron con las locaciones e incluso, alguno que otro, aprendió a andar en bicicleta. Y ese trabajo de tanteo previo del terreno de operaciones, evidentemente funcionó; las escenas compartidas por los siete protagonistas desprenden una naturalidad pocas veces vista en películas en donde un grupo de chicos interactúa; podrían citarse The Goonies (1985), de Richard Donner, Stand by me (1986), de Rob Reiner, o la más reciente Super 8 (2011), dirigida por J.J. Abrams. Y está muy bien que se haya trabajado sobre ese punto, ya que It es una historia de salvación colectiva en la difícil edad de la desaparición de la infancia, de un "Club de Perdedores" con P mayúscula pero en minoría, que contra viento y marea intenta salvar a un pueblo de un mal no identificado dada la ceguera de la mayoría de la población. 

Un aspecto muy destacable de la miniserie de 1990 fue la composición de Pennywise por el genial Tim Curry. Y era un riesgo para Bill Skarsgård caer en una imitación al menos parcial del aquel personaje, hecho que se hubiera notado a la legua. Pero lejos de eso, el actor sueco de 27 años (número icónico en It si los hay), construyó su Pennywise apelando a un capital actoral propio que por momentos conmueve siniestramente: la escena del diálogo en la alcantarilla entre el payaso y Georgie es literalmente aterradora, dados los gestos y la inflexión vocal de Skarsgård.

El film embolsó en los primeros 10 días de proyección, solo en los Estados Unidos, 220 millones de dólares, batiendo un récord de recaudación para el mes de septiembre en ese país; y podría llegar a convertirse en la película de terror más taquillera de la historia.   

Andrés Muschietti ha contado en numerosas entrevistas que Stephen King fue al menos uno de los héroes literarios de su infancia y adolescencia. Leyó It a los catorce años. Por su parte se sabe que si bien King cede sin demasiadas reticencias los derechos de sus novelas, no siempre aprueba las adaptaciones. Conocida es la opinión harto negativa que tuvo de la versión cinematográfica de The Shining (1980) dirigida por Stanley Kubrick. Pero en este caso el escritor no solo aprobó y recomienda públicamente ver la película, sino que también mantiene una comunicación epistolar con su director. En palabras del propio Muschietti: "King siempre fue y será para mí un héroe y sabía que al final del camino me lo iba a encontrar. Cuando le mostraron la película pidió verla solo y le gustó mucho. A partir de allí empezamos una muy buena relación epistolar." 

Si esto no es el sueño del pibe hecho realidad...    



domingo, 20 de agosto de 2017

La cordillera, de Santiago Mitre



En El estudiante y en la remake de La Patota, Santiago Mitre mostró a personajes sin poder debatiéndose ante dilemas de orden político. En La cordillera, si bien lo político está presente, el factor de un sujeto con poder, el ejercicio de este y sus limitaciones, constituyen un planteamiento casi excluyente.    

Muchos descontaron en su momento que El estudiante (2011) iba a constituir una fórmula a repetirse. No era para menos, ya que fuera de toda solemnidad, pero de manera harto efectiva, Santiago Mitre logró contar en su primer largometraje las contradicciones de la política desde la órbita de la militancia universitaria. No obstante con la remake de La Patota (2015, basada en la realización de 1960 dirigida por Daniel Tinayre y guionada por Eduardo Borrás) volvió a sorprender positivamente dando un giro al guión compartido con Mariano Llinás en que la reacción de Paulina, el personaje interpretado por Dolores Fonzi, encontraba su apoyo para sobreponerse a la violación ya no en lo religioso, sino en sus fuertes convicciones políticas. 

Claramente si algo hay en común en La cordillera con sus dos predecesoras, es la mirada a lo político; pero en este caso, si bien la trama de la historia muestra a su personaje central debatiéndose en un maremágnum de presiones de la más alta escala, las contradicciones que exploraron los personajes de los anteriores trabajos del director han sido surfeadas con creces por Hernán Blanco (Ricardo Darín), presidente argentino recién asumido que asiste a una cumbre de jefes de Estado de Latinoamérica para tratar un acuerdo a instancias de erigir un consorcio petrolero interestatal en la región. Hernán Blanco ha llegado al poder presentándose como un hombre común: exintendente de Santa Rosa y exgobernador de La Pampa. No esperen alusiones -por lo menos explícitas- con presidentes de la actualidad o del pasado porque no los hay en absoluto. Gracias a su artífice y actual jefe de Gabinete (Gerardo Romano), la estrategia de marketing ha sido exitosa, pero este ardid se ha transformado en un arma de doble filo, ya que ahora Blanco es visto por la prensa y por vastos sectores de la política como un hombre débil ante el enorme desafío de gobernar una nación. Cuestión de poder: las primitivas contradicciones han sido superadas, pero las que aparecen ahora plantean no solo los dilemas de un sujeto teniendo a tiro de su propia decisión cuestiones de índole tan trascendente, sino también la pregunta de dónde está el verdadero poder, punto excluyente en la historia más allá de los elementos fantásticos, de thriller político y de sean cuales fueren sus derivaciones.  

Sumado al encuentro (que tiene lugar en un hotel de la cordillera chilena) y sus consabidas presiones, Blanco deberá lidiar con la figura del presidente de Brasil Oliveira Prete (Leonardo Franco) jugando como articulador del pacto y figura preeminente y eclipsante, con los intentos de su par mexicano para darle entrada a empresas norteamericanas de capital privado, y por si esto fuera poco, con la inesperada llegada de su hija Marina (Dolores Fonzi), personaje que acaso accidentalmente, constituya el eje sobre el cual entender la verdadera naturaleza de su padre: Marina llega al hotel en medio de una crisis psicológica, y las sesiones de hipnosis que le practicará un psiquiatra chileno, darán cuenta de ese inconsciente que probablemente, de ser revelado de manera efectiva, aporte por un lado pistas al espectador, pero por el otro un escollo extra en el derrotero del personaje interpretado por Darín.   

Se juega mucho en La cordillera con una de las fórmulas hitchcockianas de ir revelando en cuentagotas la resolución de la historia (Mariano Llinás vuelve a ser coguionista junto al director). Y tal vez la figura clave en este juego sea Claudia Klein (Elena Anaya, la chica de La piel que habito de Pedro Almodóvar), periodista española que indaga en el pasado de Blanco en dos entrevistas y logra hasta cierto punto penetrar en la psicología de un hombre que desde el vamos advierte como incógnita. Todo en realidad, desde ese punto, gira en torno a la psicología de Blanco, en torno a sus omisiones, en torno al peso de lo que se oculta invistiendo una gravedad mucho mayor a la de los hechos llanamente mostrados, y quizás sea su secretaria (Érica Rivas), dada su por cierto ambigua cercanía, quien más claramente entienda cual es la verdadera partida que el presidente argentino está librando en este oscuro enredo de pasados familiares, avatares del poder, denuncias de corrupción y enormes intereses económicos en pugna, sumado a un ingrediente sobrenatural clave (o no). Quedará esto librado a la resolución del film o a la interpretación del espectador.

Ricardo Darín es a esta altura de los acontecimientos nuestro everyman, y honestamente su actuación en La cordillera es una de las mejores de su carrera, dada la complejidad de tener que interpretar a un hombre que debe capear tantos frentes de conflicto al mismo tiempo, sumado esto a que lejos de apelar a un personaje verborrágico, se decidió optar por alguien que calla mucho más de lo que concede en sus diálogos, y quizás no sea este un rasgo de su promocionada simpleza de hombre común, sino (volviendo al tema del peso de la omisión en la trama) todo lo contrario. Tamaño desafío actoral sorteado con creces. 


domingo, 2 de julio de 2017

Un cuento de Enrique Wernicke


Se comparten un repaso de la vida y la obra (por cierto casi indivisibles) de Enrique Wernicke, y Don Lino, uno de sus cuentos de la selección Cuentos, de 1968

Si bien es cierto que todo listado o enumeración, aunque sean deliberados con el tiempo suficiente, conllevan una manifiesta arbitrariedad, un riesgo evidente, no es menos verdadero que quienes conozcan la obra de Enrique Wernicke (1915-1968), coincidirán en resaltar el hecho de que debería incluírselo en la larga lista de aquellos escritores a los que no se les ha brindado su merecida divulgación. En su relativamente corta vida, Wernicke ―además de ejercer múltiples oficios y vivir un tiempo en la bohemia de París― trabajó prácticamente todos los géneros literarios. También dejó un diario de mil cuatrocientas carillas que abarca desde marzo de 1936 a marzo de 1968, diario que consideraba su obra definitiva y al que tituló Melpómene. Jorge Asís en 1975 hizo una selección de veinte carillas del diario, que publicó la revista Crisis (Nº 29). Asimismo homenajeó el autor de Diario de la Argentina a Wernicke en esa suerte de pieza genial del hibridismo genérico vernáculo que es Cuaderno del acostado, nombrándolo como a un escritor a quien le hubiese gustado conocer personalmente. Guillermo Saccomanno, Gabriel Montergous y Osvaldo Gallone entre otros, coincidieron también en difundir y homenajear su obra.

Militante del Partido Comunista o del “partido”, como se le llamaba a ese espacio en esos tiempos, solitario empedernido, hombre de pocos pero fundamentales amigos, obsesivo de todo lo tocante con la muerte (esa muerte a veces deseada por sus personajes y por él mismo), aborrecedor atávico de toda clase de comedimiento, de convenciones sociales, inventor de personajes que atraviesan un presente en donde algún tipo de ausencia es acaso el haber más contundente de su realidad personal, todos estos rasgos suyos pueden rastrearse con mayor claridad a partir de los cuentos en que es abandonada la impronta fabulesca de los inicios (Función y muerte en el cine ABC y Hans Grillo, ambos publicados en 1940). Ya en los cuentos de El señor cisne (1947) van cobrando mayor relevancia sobre todo los temas del trabajo, de las economías precarias, del hombre llano, anónimo; y por su parte aparece también de un modo más persuasivo la naturaleza en contraposición a la escala humana, el agua de la inundación, como también la pequeñez del hombre ante la eventual virulencia del destino, precursores de sus dos novelas fundamentales: La ribera (1955) y El agua (1968).

Acaso en La ribera pueda rastrearse al Wernicke más puro y autobiográfico, en la vida de ese alter ego del autor, periodista de mediana edad, con tendencia al alcoholismo, reacio a vincularse con los círculos culturales de su tiempo, que opta por alejarse de casi todo (incluso de su esposa e hijo) para instalarse en una precaria casa a orillas del Río de la Plata, en el Gran Buenos Aires, y dedicarse a fabricar figuras de plomo, redescubriendo en esa nueva experiencia de vida el amor en el personaje de una empleada adolescente que trabaja en su taller. En esa novela y en El agua (genial retrato conjetural de la vejez que Wernicke no vivió, dado que murió a los 53 años) el río aparece como amenaza, como brazo fundamental del desastre e incluso la muerte, pero también como oxígeno existencial, como elemento redentor para algunos y aniquilador para otros, y es ahí donde el veredicto político se hace menos explícito y por ende más efectivo (la vida de los chicos de familias acomodadas de un colegio privado ―que no dista mucho de la casa en que vive el personaje principal de La ribera―, cotejada con la dura realidad de los pobladores ribereños).

Elvio Gandolfo, en su prólogo a los Cuentos completos (Ediciones Colihue, 2001) de Wernicke, declara que la fortaleza de su literatura, radica paradójicamente en los accesos de confianza, seguidos de una desesperante falta de fe en los que solía caer con frecuencia: “Imposible describir el entripado que me han provocado los cuentos. Estoy harto, aburrido, indignado de mis cuentos. Me parecen todos idiotas, afeminados y tontos. Sueño con hacer una literatura robusta.”, escribía Wernicke. Y escribe Gandolfo al respecto: “Una solidez conseguida paradójicamente a través de ese vaivén, esa vacilación que va desde la seguridad aplastante a la duda corrosiva sobre su propio valor, característica de tantos grandes escritores.”

Se editaron cinco selecciones de cuentos de Enrique Wernicke: Función y muerte en el cine ABC (1940), Hans Grillo (1940), El señor cisne (1947), Los que se van (1957) y Cuentos (1968, recopilación realizada por el propio autor y que incluye algunos trabajos inéditos hasta ese año). Pueden rastrearse en la actualidad (no sin cierta dificultad) agrupadas en la edición de Colihue Cuentos completos, como se dijo, prologada por Elvio E. Gandolfo. Si se observan de manera cronológica, sus cuentos tienden a volverse ―en su mayoría― cada vez más concisos, pero no menos efectivos, todo lo contrario, da la impresión de estar ante un narrador que trata de dar más consistencia argumental a medida que va omitiendo y dejando espacio, en ejercicio de una suerte de orientalismo rioplatense en el cual se opta por observar desde el margen, desde la “orilla”, acontecimientos a los cuales se les da su propio espacio de expresión, confiriéndoles una mínima estructura de significación. También se advierte un desplazamiento de los escenarios rurales a contextos urbanos, como el del cuento que se comparte, que pertenece a esa selección hecha por el escritor poco antes de fallecer.

Don Lino
   
    Llevaba cuarenta años en la empresa. Era el contador de confianza. Le decían Don Lino, y nadie recordaba que se llamaba Seferino Picapoti. Don Lino para aquí.
     Don Lino para allí.
    Murió su mujer, murió su único hijo en un accidente. Y Don Lino quedó solo, sirviendo a la empresa.
    ¿Qué pensaba? ¡No importa un carajo! ¿Qué sentía? ¡No importa otro carajo! ¿Qué vivía? ¡No importa mil carajos! La vida del país…
    Un día ―andando tanto las cosas― le entregaron un cuaderno negro y le pidieron que lo pusiera “al día”.
    Lo abrió en su casa, respetuoso, después de haber comido en el restaurante, lo estudió, lo estudió bien…
     Y en un ataque de locura, rompió el cuaderno, puteó a los dioses, lloró como un chico, y nunca más volvió a la empresa. Se emborrachó, lo agarró el cáncer, perdió sus ahorros en las carreras, fue a la ruleta, se dedicó a las putas…
     Camaradas: el detalle no tiene importancia.
     Don Lino vive en mi casa. Morirá conmigo.

sábado, 13 de mayo de 2017

A 30 años del estreno de Made in Argentina



El 14 de mayo de 1987 se estrenaba Made in Argentina, un film dirigido por Juan José Jusid con guión basado en Made in Lanús (obra teatral de Nelly Fernández Tiscornia) y protagonizado por Luis Brandoni, Marta Bianchi, Leonor Manso y Patricio Contreras. La película narra la historia de un matrimonio argentino (Osvaldo y Mabel) exiliado en Nueva York a raíz de la última y atroz dictadura que padeció la Argentina, que tras el retorno de la endeble democracia de los años alfonsinistas, visita el país por unos días. Y son esos días el breve pero intensísimo lapso de tiempo en que las luces y sombras de esa patria abandonada por la fuerza, emergen con la misma intensidad del pasado. Osvaldo y Mabel ya no son los mismos, él es un profesional respetado en Estados Unidos, y de la chica de Lanús poco queda, al menos en apariencia. Por su parte, El Negro (hermano de Mabel) y Yoli, su esposa, han permanecido en Argentina, no sin sufrir por cierto los avatares de esos años horrendos. Pero el disparador de los interesantes dilemas que plantea la historia, lo desencadenará una propuesta de trabajo de Mabel para su hermano, quien de aceptar, tendría que abandonar Lanús para instalarse en Nueva York con su mujer y su hija adolescente: ¿Hasta qué punto la identidad de un sujeto tiene que ver con el contexto cultural que habita? ¿Es posible seguir siendo quien uno eligió ser, viviendo en un país con una raigambre cultural tan diferente? ¿No sería una traición a las generaciones pasadas abandonar la tierra por la que tanto hicieron? ¿Vale la pena pagar el costo del anonimato, de la extranjería, en miras de un asegurado bienestar imposible de lograr en la tierra propia? Asimismo, se aborda en el personaje del profesor universitario encarnado por Jorge Rivera López, el dilema de los que se quedaron y no sufrieron las consecuencias de la cárcel, la tortura, el secuestro o la desaparición, considerados por muchos de sus antiguos pares políticos como colaboracionistas, "hombres de la dictadura" (tema este trabajado de manera encomiable en la literatura por Jorge Asís -en este caso en la figura de un periodista- sobre todo en sus Diario de la Argentina y Cuaderno del acostado). En el personaje de Osvaldo se densifican las heridas del hombre conminado al exilio, y ese Lanús, ligado a ese Buenos Aires con sus olores como cifra de un pasado extirpado a la fuerza, es mostrado como la verdadera tierra perdida de la infancia y la juventud, una tierra en principio irrecuperable, un pequeño paraíso perdido para quien supiera reconocerlo, el lugar en que Yoli, esa inesperada aliada, dado el supuesto abismo cultural que la separa de Osvaldo, se ha quedado cuidando las semillas que algún día tal vez habrán de germinar. Made in Argentina obtuvo entre otros premios el "Circulos Precolombinos" (1988) en el Festival de Cine de Bogotá, el "Roque Dalton" (1987) de Radio Habana Cuba y el "Air Canadá" (1987) a la película más popular en el Festival Internacional de Cine de Montreal.

 PELÍCULA COMPLETA
                

lunes, 20 de marzo de 2017

Elle: abuso y seducción, de Paul Verhoeven





En su primera película en habla francesa, el director de RoboCop y Bajos Instintos logra un tándem proverbial con Isabelle Huppert, actriz que llegó inesperadamente al proyecto tras el rechazo del papel de sus célebres y horrorizadas precursoras.

Cuatro fueron las actrices que rechazaron encarnar a Michèle Leblanc en el último trabajo de Paul Verhoeven basado en la novela Oh... de Philippe Djian, convertida en guion cinematográfico por David Birke. La nómina la integran Julianne Moore, Nicole Kidman, Diane Lane y Sharon Stone (quien trabajara previamente con el director holandés en Bajos Instintos y en Total Recall). Lejos de sentir desaire alguno por los intentos del realizador de seducir previamente a esas actrices más relacionadas con el cine de Hollywood, Isabelle Huppert se puso al hombro el dificilísimo desafío, y los resultados le valieron a ella una nominación al Oscar por "Mejor Actriz Protagónica" y a la película, un Globo de Oro al "Mejor Film Extranjero". Este derrotero con final feliz no fue el primer revés que Hollywood le propinó a Verhoeven. A raíz de la notoriedad que tuvo en 1977 El soldado de Orange, la Fox pensó en él para rodar la segunda parte (Episodio V) de La Guerra de las Galaxias. Pero un hilar más fino respecto de los antecedentes del director (quien cuenta en su formación académica con un doctorado en Física y otro en Matemáticas por la Universidad de Leiden), hizo desistir a los productores de encomendar el proyecto a alguien que ya había hecho en ese entonces de la provocación y la revulsividad, parte substancial de su forma de filmar. 

No sería exacto por su parte decir que Elle es una película sobre una mujer violada, si bien, la primera escena es la de una violación observada indiferentemente por el gato de la víctima (primera incursión de una ironía que sobrevuela de manera constante la historia). Pero debe aclararse de antemano, que se trata principalmente de una comedia, oscurísima, pero comedia al fin; y vista desde ese punto, acaso sea mucho más accesible la puerta de entrada al universo personal de Michèle, ejecutiva que araña sus cincuenta, empresaria de éxito en la industria de los videojuegos, con un pasado que a lo largo de la cinta irá develándose y explicando el porqué de las tan singulares reacciones del personaje ante los dilemas que la trama le va planteando. Lejos de recurrir a las autoridades, de llamar a alguno de sus familiares o amigos, a algún compañero de trabajo, la "víctima", tras la partida del atacante, limpia los restos del desastre y llama a un delibery para pedir sushi. Y con esta frialdad se la verá en los días subsiguientes a la violación en su relación con sus vecinos, con su exmarido, con su madre anciana a la que encuentra en su casa con un taxiboy (no dejando nunca de remarcarle el petetismo del affaire), en su vínculo con un hijo por el cual manifiesta no tener el más mínimo instinto maternal, en su reacción insípida ante el nacimiento de su nieto, en sus idas y venidas con sus amantes (de ambos sexos) y logrando reunir a toda esta fauna de personajes a festejar la navidad, aprovechando la ocasión, entre otras cosas, para hacer gala de su atávico anticlericalismo. No obstante se insiste con el pasado, sin ánimos de adelantar detalles, todo este despliegue de acciones y reacciones desconcertantes, irá encontrando su porqué a medida que pueda ir sopesándoselo con la vara de ese ayer lejano de la niñez, tan importante en la vida de Michèle Leblanc. 

Manifestó el director en una entrevista realizada por Philip Adams haberse visto en varios momentos del rodaje sorprendido por la compenetración de Huppert con el papel: "En una escena de violencia, en lugar de detenerse como estaba previsto ella siguió, de manera que en lugar de pedir corte yo dejé seguir, comprendiendo que teníamos la escena siguiente. Ella había integrado toda la escena en un plano-secuencia, como si un demonio hubiera tomado posesión de la película. Era como si el personaje le indicara hacer cosas que no estaban en el guión. Escenas que estaban en la película, pero en otro orden, o escritas distinto. Era como si ella misma tomara ciertas cosas de la película fuera de control, a través de su personaje, que funcionaba como un médium." Y muchos serán los desafíos que los días posteriores al ataque enfrentará este personaje -que lejos está de permitirnos concebirlo como una víctima-, ya que varias víctimas inesperadas irán anotando puntos en su prontuario, como si se tratase de uno de los videojuegos de la empresa cuyas riendas comanda. E incluso una de estas caídas, acaso la definitiva y capital del derrotero, podría interpretarse como el giro borgeano de la novela de Djian, obra que no ahorra causticidades en sus cuestionamientos a los tradicionalismos familiares, institucionales, sexuales y religiosos. Eviten la frustración de sentir que fueron a ver un thriller, un policial o una película cuya heroína se sobrepone al hecho de haber sido ultrajada en lo más íntimo de su identidad femenina. Vayan a ver una comedia, de eso se trata Elle primordialmente.   


   

domingo, 26 de febrero de 2017

Manchester junto al mar, de Kenneth Lonergan



Kenneth Lonergan retoma en Manchester junto al mar (en un formato bastante más arriesgado y coral), muchos de los temas de su bellísima ópera prima You can count on me.

No pocos son los puntos en común de la última película de Kenneth Lonergan con su escueta filmografía anterior. Pero si bien Margaret (2011) los tiene, los antecedentes más claros del film se encuentran en esa pequeña-gran gemita de 2000 (You can count on me) interpretada por Laura Linney y Mark Ruffalo: una familia sometida al cimbronazo de la muerte de uno o varios de sus integrantes, un tío con un pasado problemático teniendo que tutelar a un sobrino al que ya prácticamente no conoce, el pequeño pueblo como lugar de pertenencia (deseada o no), la música barroca (tema para nada menor el de la músicalización, ya que lo musical y el ritmo de narración en el cine de Lonergan son elementos sustanciales), el catolicismo con su ausencia de respuestas a preguntas elementales, el cementerio como lugar de refugio simbólico, el no poder seguir el rumbo que para los demás sería el correcto, y podría seguir haciéndose una lista de trazo más fino aun. Acá el rol del tío -que encarnara Ruffalo en You can count on me- cayó bajo la responsabilidad de Casey Affleck, quien acaso hasta el momento interpretó el más jugado, expuesto -y logrado- papel de su carera. Lee Chandler (Casey Affleck) trabaja en Boston como maestranza de edificios. Es relativamente joven todavía. Su contacto con el mundo, fuera de su empleo, no pasa de frecuentar bares con la propensión de participar de vez en cuando en alguna pelea adobada por el exceso de alcohol. Por algún motivo (que será revelado a cuentagotas), su interés en relacionarse con las mujeres ha desaparecido por completo. Pero la muerte no tan inesperada de su hermano Kyle (Joe Chandler), lo obliga a salir de su rutinario ostracismo, trasladarse al pequeño pueblo (escenario de un aciago pasado) y cumplir con el deseo de éste de tutelar a su hijo Patrick (Lucas Hedges). Siguiendo con la línea de su más clara predecesora, el abordaje de la íntima odisea que afrontan los personajes, está contado con procedimientos narrativos personalísimos. La película en ningún momento derrapa en el sermón de la positividad impuesta a un espectador con expectativas motivacionales, y los toques de comedia están dosificados de manera tan sutil que no cortan de forma abrupta con el sentido dramático de la trama. En el caso de Manchester..., el uso de los flashbacks es mucho más asiduo, pero ese recurso está tan genialmente trabajado, que uno los advierte como una parte del pasado tan incorporado al presente -sobre todo al presente de Lee- que hace pasar al tiempo a un segundo plano, poniendo a esa experiencia no superada del ayer a jugar en el ahora con la misma fuerza con que inflexionó al irrumpir en la vida del protagonista. Y ese es tal vez el tema más destacable de la historia (sin ánimos de spoilear): una declaración en favor del hecho de que ciertos dolores o heridas nunca caducan, sin cargarle el fardo a quien los padece, de la obligación de tener que superarlos en algún momento. Como en las dos precursoras que se citaron, el film lo cuenta a Lonergan como formidable guionista. Por último, se insiste con You can count on me, su trabajo más logrado hasta el momento para quien escribe, quizás por el hecho de plantearse allí el realizador una elegía mucho menos coral, sin los riesgos de perder el timón de la narración al plantear -como en este caso- muchas más aristas argumentales, afrontando el riesgo de dejar a veces de hacer pie en el desarrollo de algunos fragmentos de la película. Véanla si pueden antes de ir a ver Manchester..., trabajo que huelga decir que amerita con creces darse una vuelta por el cine. Las excelentes puestas en escena, las interpretaciones y la historia y el modo de contarla, sobradamente lo valen.



sábado, 14 de enero de 2017

Train to Busan, de Yeon Sang-ho


Experiencia visual intensa. Auténtica joya del género y del relato cinematográfico, la actual película de Yeon Sang-ho (su debut fuera del cine de animación) asusta, divierte y hace reflexionar sobre los aspectos morales más elementales de nuestra sociedad. 

La última entrega del realizador surcoreano Yeon Sang-ho -su primer realización rodada con actores, ya que proviene del cine de animación- retoma el tema de los zombies que había abordado en su predecesora Seoul Station. Verdadera maravilla del género en muchos sentidos, Train to Busan o Invasión Zombie, nombre bajo el cual se la proyecta en Argentina, no solo propone un viaje horroroso dentro de un tren infectado de zombies, sino también hace un homenaje al cine como artefacto narrativo, narra una historia de padre-hija integrantes de una familia disfuncional, y formula a la vez un despliegue de arquetipos humanos reaccionando de formas diversas ante una situación límite. Es difícil pensar en este film sin recordar Snowpiercer (2013), el otro viaje en tren propuesto por el también surcoreano Bong Joon-ho, que planteaba la extrapolación de una sociedad (distópica en ese caso) al ámbito reducido de un tren viajando en un círculo interminable, sociedad obviamente con mucho menos luces que sombras. Pero en esta ocasión la idea es más simple: un virus se ha propagado por el país y un zombie se cuela dentro de un tren que realiza el trayecto de Seoul a Busan, desencadenando todo topo de calamidades.

Tal vez de manera traída de los pelos se ha pretendido a veces abordar el género de zombies como una parábola social. Sin embargo, hay ejemplos que admiten de forma manifiesta dicha interpretación. Es claro que en 1968, cuando se estrenó La noche de los muertos vivientes, de George A. Romero, el relacionar la película con el clima de violencia y de muerte que se vivía en ese entonces a raíz de la Guerra de Vietnam, fue más que pertinente. Por su parte, en la remake de Dawn of the dead (2004) de Zack Snyder, los supuestamente “no infectados por el virus” se refugian en un centro comercial, emblema si los hay, no solo del consumismo, sino también de ese sentimiento de encontrarse en un ambiente en donde todo está controlado, escindidos de un afuera amenazador y en donde la garantía de bienestar estaría -en principio- garantizada. Y en la más reciente World War Z (2013), de Marc Forster, esa escena apocalíptica de la horda de zombies trepando ese enorme muro en Israel, habla por sí sola. En el caso de Train to Busan, es el mismo director quien admite la metáfora social, poniendo a jugar a personajes que se diferencian claramente entre los que apuestan por la salvación individual o por la colectiva, y no es casual que el padre que viaja con su hija sea un financista al que tal vez de manera demasiado obvia se le cargan todas las tintas de lo negativo que puede esperarse de un ser humano; esa obviedad y la redundancia innecesaria de algunos diálogos que huelgan, dados los rostros y las actitudes de los personajes que hablan de ellos por sí solos, son quizás los únicos puntos flacos que pueden encontrarse.

Puede asimismo hacerse un recorte más minucioso de los prototipos humanos mostrados en el viaje, ya que la historia aborda también -en una combinación de géneros que van desde la épica y el drama, pasando por el romance y hasta ciertos toques de comedia que descomprimen la sensación de asfixia- el tema de la vejez, el de una vida por venir con la consecuente esperanza que esto representaría, el del héroe desapegado de su suerte y dispuesto a jugarse por el prójimo, hasta la historia de amor de juventud de dos estudiantes de secundaria. Por eso se insiste en la idea de dispositivo puesto en función de divertir, hacer pensar y asustar, traccionado en base a elementos cinematográficos puros, enfocados casi netamente en lo visual. Quizás de manera implícita el director haya querido homenajear a Hitchcock en aquella comparación que hizo entre una película y un viaje en tren en una de sus conversaciones con Truffaut: "Para mí es evidente que las secuencias de una película nunca deben estancarse, sino avanzar siempre, exactamente como avanza un tren rueda tras rueda o, más exactamente todavía, como un tren «de cremallera» sube la vía de una montaña, engranaje tras engranaje." Y es así, engranaje tras engranaje, se nos invita a mirar por las ventanillas del tren, cómo dentro de ese contexto reducido se complementan una historia, una colección de semblanzas humanas y un guiño constante a la narración cinematográfica, apostando mucho más por lo visual que por los diálogos que por momentos (se insiste) uno siente que sobran, redundando sobre lo que los rostros y las acciones cuentan por sí mismos. Se cita un ejemplo: la escena de un ingente número de zombies encastrándose unos con otros, prendidos a la cola de la locomotora para frenarla, es una innegable y memorable perlita que incluso provoca algunos tímidos aplausos antes de que termine la película.     

Train to Busan lleva recaudados más de cien millones de dólares a escala mundial y se ha convertido en un tanque del negocio cinematográfico en su país, siendo vista allí por más de diez millones de personas (más del veinte por ciento de la población). 

Cabría preguntarse por último, a modo de apartado, a quiénes les caben las características del zombie en nuestra sociedad global. Queda claro que los dos rasgos más sobresalientes del zombie son el automatismo, el obrar sin razón e ir a por un objetivo primario, basal; y por el otro, el constituir una amenaza para los que pretenden vivir en un estado de “normalidad” no violentada por un factor desestabilizador. Si pensamos en una sociedad actual en la que los que no se han caído del bote (los normales) adoptan (o son llevados a adoptar) un automatismo que les impide advertir ese virus, ese submundo de exiliados incubándose; si pensamos en normales que miran pero no ven el riesgo de que esa realidad eclosione y se los lleve puestos en forma de delito, terrorismo, refugiados o las múltiples formas en las que puede expresarse un grupo humano barrido hacia la marginalidad, en ese caso, la idea del ser autómata, les cabría también a los no infectados (hablando de manera figurada) por el indeseable virus.