Las
anchas praderas juveniles se proyectaban,
en
la ilusión óptica de la perspectiva,
como
si se angostaran hasta acabar en un punto
a
partir del cual el potro de la sangre
detendría
para siempre su galope.
JUAN JOSÉ MANAUTA, en Charito,
“Cuentos
para la dueña dolorida”
Siempre
habían bastado esos días cristalinos de principio de otoño, para que algo
parecido a la alegría algodonara el paso de sus horas. Ese año el mar, como
casi siempre a mediados de abril, conservaba algo indefinible de su identidad
veraniega, no obstante, una especie de corriente invisible que llega al lugar en
esa época, de manera bastante regular, se iba alojando en la atmósfera del
hasta hacía días estrepitoso pueblo, e instauraba el albor de una comparecencia
que incluso podía olfatearse, junto al olor de la resina que desprendían los primeros
fuegos, propagándose, durante algunas noches, ya frías.
A
ella al fin le sobraba tiempo para leer. Su pequeño hotel de doce habitaciones,
al fondo del cual se situaba su ahora modesta casa, permanecía cerrado desde la
reciente Semana Santa, y no se reabriría hasta el fin de semana largo de octubre.
Las cuentas estaban hechas y el dinero corriente prorrateado; incluso la
temporada había posibilitado quedarse con una suma extra para las
eventualidades que hubiese que afrontar durante el largo invierno. Todo esto
volvía a formar parte de sus cavilaciones, una y otra vez, aunque deseaba ya no
volver al repaso del buen balance que habían dejado esos meses, procurando abstraerse
en la lectura.
Había
comenzado el segundo movimiento de la sinfonía cuando consiguió enfocar su
atención sobre la página de la novela, sin embargo, no logró más que fondear en
la frase “–¡Eh! A ver esas empanadillas,
que tengo un hambre canina.” Y lo que hasta ese instante no había sido
motivo de alarma, sino más bien una mera y bastante frecuente comprobación,
pasó ahora a serlo. Dante todavía no
volvió, pensó, mientras veía sobre el piso del patio interno cómo los
débiles rayos de luz de la tarde iban dando lugar a una sombra creciente; y sombra,
tarde, noche, nociones que en otras circunstancias le proveían los ornamentos
de una quimera a la que nunca había renunciado, en un tris se volvieron una
amenaza.
Una
mano trepidante hizo descender, totalmente, el volumen del andantino de la
cuarta sinfonía de Tchaikovsky. Llamó a Ricardo y le preguntó si había visto al
perro en algún momento del día: “No señora, hoy no lo vi. Anda medio vago el
Dante últimamente. ¿Andará enamorado? No es época me parece. No se preocupe,
debe andar dando vueltas por la playa, cazando gaviotas con sus amigotes.
¿Quiere que salga a buscarlo?” Ricardo era su única compañía durante ese largo
período, desde que ella juzgó mal negocio reabrir el pequeño hotel en vacaciones
de invierno. Si se evaluaba la cuestión sin parcialidades, veinte años de
fidelidad a su empleo no eran poco. Habían llegado al acuerdo de que se le
garantizaba el puesto de maestranza para la próxima temporada, en tanto Ricardo
aceptase el albergue y las cuatro comidas del día como único pago por la ganga
de esa época sin pasajeros: mantener ventiladas las habitaciones, barrer,
reparar lo que en ese intervalo muy raramente se estropeaba. “Ricardo ya tiene
sesenta y dos años mamá, tanto no puede pedírsele a alguien de su edad”, había
sentenciado Marcelo hacía unos días, para terminar de súbito una conversación que,
según su entender, se le había planteado ya demasiadas veces.
Decidió
salir ella misma a buscar a Dante. El polirrubro de don Sanguinetti (ubicado sobre
la misma vereda y a tiro de piedra del hotel) era prácticamente el único abasto
decente de mercadería que permanecía en el pueblo abierto todo el año. Todas
las mañanas, Dante frotaba con su pata derecha la puerta de vidrio cerrada, a
través de cuya pequeña ventana, Sanguinetti le entregaba el consabido alfajor
de chocolate, ya desprovisto de su envoltura, manjar que pasaba sin
intermediación de la mano del viejo comerciante a la boca del perro, quien
proseguía festivo con su expedición matinal hacia los médanos y la playa. “Pasó
esta mañana, como siempre señora, a eso de las nueve, a más tardar. Se comió el
alfajor y se fue para el lado de la costa… No tiene dos años todavía, me decía
Ricardo el otro día; no se preocupe, son cosas propias del perro cachorrón,
después se vuelven más caseros. Si lo veo por acá se lo acerco.”
El
sol todavía calentaba la parte oeste de los médanos. Pensó en sus setenta y
tres años, en su fidelidad inapelable para con ese sitio que la había visto
nacer en tiempos en que entre la estancia donde trabajaban sus padres y ese mar
no mediaba pueblo alguno, pensó en lo fácil que aún le era sortear esa mole de
arena en su camino hacia la playa. La brisa, que se encontraba ahora de lleno
con su cara, mientras ella se encaramaba en la cima, era suave, y conservaba
una tibieza que habría de perderse en las próximas semanas, conforme las pocas horas
de un sol cada vez más débil permitiesen el enfriamiento del agua. Había sido
en esa playa, casi cinco décadas atrás, donde Osvaldo la invitó por primera vez
a navegar en el velero de un amigo de Buenos Aires que llegaba entonces por mar
a ese pueblo en cierne, varias veces al año. Ella había manifestado en su
primera conversación su sueño (obsesión secreta y de connotaciones que nunca
llegó a decodificar) de experimentar la transición desde el gran río al océano
en una pequeña embarcación. Y en el curso de sus años compartidos, repitieron
tres veces ese ritual, en naves diferentes, peripecia de corte tan rutinario
para los navegantes de esa zona de la Costa Atlántica, pero que para ellos extractaba
una de las pocas ideas de sentido que los unieron por cuarenta y dos años,
hasta la muerte de Osvaldo, de la cual se cumplirían siete el próximo invierno.
El
muelle estaba despoblado. ¿Dónde estaría Marcelo? En ese tiempo, solía pasar las
tardes en un pequeño despacho turístico (ocioso fuera del verano) que habían
construido sobre esa gran estructura, orgullo de la región. El arquitecto
Marcelo M., su único hijo, bendecido con la canonjía de vigilar las condiciones
de ese portento y las de unos pocos edificios y espacios públicos de la ciudad
cabecera y de los pueblos que se encontraban bajo su égida, no más que eso como
única responsabilidad ante el municipio que lo empleaba. ¿A quién preguntarle
ahora por Dante? ¿Existirían las fuerzas necesarias para volver a sortear, sin
mediar descanso, la cúspide del médano e ir a esperar a casa? Juzgaba que sí,
no era la ausencia de fuerzas el motivo actual de su mortificación. Pero ¿y si
Dante estuviese ya con Ricardo? “Ese capricho de dejar el celular en casa
mamá”, le había reprochado tantas veces Marcelo. Se sentó en un banco del
muelle, mirando hacia el oeste. Los rayos, tibios, otoñales, todavía rebasaban
la elevación de arena y llegaban a ella. Volvió a percatarse, otra vez, de que
esas manos habían cambiado tanto en la última década; abrió sus palmas al sol
mientras miraba el ir y venir del tenue oleaje por las hendijas de la baranda, la
arena en las zapatillas, una arena todavía seca, si tenía Dante que ver con esa
arena, el color de sus enormes patas que la disimulaba, hasta que los granos
comenzaban a verse diseminados por toda la casa. Tan grande Dante para ese
reducto en el que ella se había confinado, tras no resistir el vacío del enorme
caserón que se había vendido a un precio risible, seis otoños atrás. “El Golden
necesita espacio señora”, había aconsejado tiempo después el veterinario, “tiene
que sacarlo o dejarlo salir cuando quiera, si no, se pone muy obeso, con las
complicaciones que vienen aparejadas.”
Al
fin apareció alguien en la playa, viniendo desde el sur hacia ella, seguido por
dos perros negros, afanosos de un festín de carne, huesecitos crujientes,
plumas y sangre caliente. Era Ian, el excéntrico neozelandés cuya hija se había
ahogado hacía ya más de seis años al sur del muelle y cuya gargantilla no se
encontró en el cuerpo cuando los rescatistas lograron sacarlo del mar. Los
avezados en la dinámica de esas aguas, le habían explicado que solo un milagro,
tras tanto tiempo, haría que el mar devolviese la alhaja de su hija, pero Ian
había incluso deshecho su antigua vida en su país, abandonando a su mujer y sus
dos hijas restantes, para comprar una vivienda enorme a un precio ridículo y
consagrar su vida a caminar horas y horas por esa costa, esperando recobrar lo
que consideraba que el mar, tarde o temprano, habría de devolverle. Ella pensó
que sería insoportable sumar a ese momento de zozobra, la presencia y la
redundante conversación de quien se acercaba junto a esos dos perros, negros, irritantemente
desconocidos. ¿No era posible acaso que Dante volviese sin más, tras un día de
vagar por quién sabe dónde? No, definitivamente ella no se contaminaría con
penas ajenas, no se sumaría antes de tiempo, innecesariamente, a las filas de
los que esperan ver reaparecer en el cielo extemporáneas estrellas. Se levantó
y comenzó a caminar hacia el médano. Después de todo, a la tarde no le quedaba
más de una hora, a lo sumo, hasta empezar a confundirse con la noche, barruntó.
Saludó con su mano derecha a Ian, lento, lejano aún, y sobreactuó su prisa para
evitar tener que comparecer ante su solicitud.
Ahora
observaba desde unos treinta metros a Ricardo, barriendo la empecinada arena de
la vereda, mientras volvía a preguntar a Sanguinetti por Dante: “No lo he visto
todavía señora, ¿quiere que le diga a Rita que saque el auto y la lleve a dar
una recorrida a ver si tienen suerte?” Nunca había sido tan descortés. Hizo un
gesto disuasorio a su vecino, sin hablarle. Rita Negroni de Sanguinetti y ella,
mantenían aún chispeante la lumbre de un antagonismo de décadas, desde que el
joven e impulsivo Osvaldo M. renunció a la mística declinante de Caballito y
llegó a la zona en busca de una utopía de aguas infinitas, bosques arcanos y
brisa del este; Sanguinetti y casi todos en el pueblo lo sabían. Volvió a mirar,
inanimada, a su empleando barriendo, en lo que ella había comenzado a juzgar desde
hacía un tiempo la más evidente y poco sutil argucia de Ricardo para justificar
su estadía en un lugar que evidentemente no requería de su presencia, más de
dos, tres horas a la semana. Siempre
arreglándoselas para enfilar por lo llano. Tres años más hasta cumplir la edad
de jubilarse, pensó. Lo hacía varias veces al día. Se miraron, desde esos
treinta metros, y de dicho acto ella conjeturó la mala noticia de que Dante no
estaba en casa. ¿Cómo soportar ahora, si Dante no volviese, los comentarios de
Ricardo, tan proclive él a evocar a muertos y desaparecidos en sus estúpidas
remembranzas? Lo hacía permanentemente con la hija de Ian, de hecho, era el
principal admirador y escucha del neozelandés en el pueblo; lo hacía de manera
enfadosa con el recuerdo de Osvaldo, echando mano a un libreto que podía
replicarse mentalmente al unísono, de tan remanido, como los diálogos de esas
películas que ella amaba rever.
Volvió
a caminar por la calle de arena, hacia el médano que había sorteado hacía unos
minutos. Especuló con que entre Ian y ella, seguramente existía ya una prudente
distancia. La noche, sin moratoria, le iba ganando la pulseada a la luz, y
mientras pensaba que le quedaban pocos instantes de claridad para planificar
una nueva vida, vio al gringo, errante junto a tres perros, apareciendo en la
cima del médano, caminando hacia donde el cielo retenía la porción más
resistente de la tarde.