domingo, 7 de agosto de 2016

Convertido en alguien

Había esperado mucho tiempo la oportunidad de convertirse en alguien, y desoyendo el consejo de su esposa, aceptó finalmente el empleo que su hermano le propuso en la sucursal de la empresa donde el ofertante, había sido nombrado gerente regional hacía tres años. Eran épocas duras, e intuía que la proposición de su único hermano de ocupar ese cargo en particular, conllevaría tener que cumplir con la misión enojosa de despedir a un número importante de operarios y empleados administrativos. Se había abierto indiscriminadamente la importación tras el desembarco de la nueva administración política del país, sin embargo, se le había garantizado que un nuevo y más reducido muestrario de artículos fabricados por la planta ―radicada en la ciudad desde hacía nueve años­― podría seguir siendo colocado, pero en una franja del mercado vernáculo bastante más pequeña. Así y todo, aceptó el desafío, encaró la purga, y en el breve plazo de cuatro meses y tres semanas, esa filial de la firma, pasó de tener noventa y tres trabajadores a contar con tan solo sesenta y seis.
Mientras en la empresa se aplaudían los desahucios que iban siendo decididos y comunicados por él, vino la esperable separación de Carolina, dadas las insalvables diferencias, no solo fundadas en el nuevo arraigo, ya que en rigor de verdad, los contrastes venían acrecentándose desde hacía ya un par de años, necesitando de un detonante incluso menor que la aceptación del controvertido empleo, para provocar el anunciado desenlace. Y en bastante buenos términos, tras nueve años de matrimonio y valiéndose del allanamiento diligencial que representaba la ausencia de descendientes, iniciaron los trámites de divorcio y se desearon suerte el uno al otro en sus nuevas vidas.
La nueva coyuntura de él, conllevó el imperativo de asumir los usos del ámbito al que siempre había aspirado y al que ahora la fortuna le hacía el obsequio de pertenecer, y si a alguien le cupiese alguna duda, el afianzamiento y la repetición de algunas ceremonias cotidianas, sumados a la adquisición de bienes de consideración imprescindible para el desenvolvimiento en su nuevo círculo de relaciones, obrarían como factor apuntalador: renovación casi completa de vestuario, auto nuevo, cambio de gimnasio, cambio de prepaga y médico de cabecera, una novia de veintinueve años ―es decir, doce menor que él, además de linda, y hasta entonces, poseedora de una discreta elegancia y una solapada proclividad por toda postura interpeladora―, alquiler de departamento de soltero en el edificio más vanguardista de la ciudad, reuniones eventuales en algún after office y comparecencia cien por ciento a los almuerzos de trabajo celebrados dos o tres veces por semana, casi siempre en el mismo restaurante del embotellado centro. Pero el tránsito no era problema para Jaime, el maestro del volante que seguía enrolado en la hueste de la empresa como único chofer de plena disponibilidad.        
―¡Qué calor! Vamos a “Victoria’s” Jaime. ¿Soy el único que llevás hoy?
―El resto iba en el coche de su hermano señor, creo que ya están allá… Está más delgado usted.
―Y…, la nueva vida, te habrás enterado, esa mina es un verdadero infierno.
―Y sí, ahora que somos menos, las cosas circulan más rápido que antes. La chica de administración. Rocío ¿no?
―Rocío, Rocío que me está retrotrayendo a una década atrás. Si no fuera por el pelo, que últimamente se está cayendo con más ahínco que nunca, me sentiría un pendejo. Pero a no desesperar, voy a ir a consultar al centro ese que está en Nueva Alianza al 3400, me lo recomendó uno de los pibes de depósito cuando le saqué el tema, antes de que lo despidiésemos, jaja, por ahí sospechando que se le venía la noche. Manotazo de ahogado. Pero le va a ir bien, en estos días se le acreditaba la indemnización a la tanda suya, la última; me contaron que se mudan a Córdoba con la señora. 
―Ojalá les vaya bien, está bravo ahora. Respecto de lo del pelo señor, conozco el lugar que me dice. Mi hermano se atendió ahí y recuperó bastante cabello. Después le implantaron otro tanto. Anda bien. Igual nunca queda como si las langostas no hubiesen pasado, por ponerlo de alguna manera. Además, hay que seguir un tratamiento médico, y en eso son bastante estrictos ahí, o la venden así para hacer su negocio, Dios sabe.  
―Por lo visto vos no heredaste los mismos genes que tu hermano, pasaste ya los sesenta y ni entradas tenés Jaime.
―¿Y quién le dijo eso? Lo que pasa es que yo recurrí a otra cosa, pero para eso hace falta creer.
―¿Creer? No me vas a venir ahora con la iglesia esa a la que me dijiste que estás yendo. Perdoná si te ofendo.
―No señor, no me ofende para nada, pero no es la Iglesia. Esto fue a los treinta y cinco, cuando en lo espiritual iba por muy mal camino, pero el cabello me lo salvó Romilda, a ella se lo debo.
Hasta ese momento, no había sido propenso a ese tipo de tentativas, pero el fragor de esos días, y el hacer lugar a la posibilidad de obtener una solución sin bemoles ni peros respecto de lo que se había transformado en una real obsesión, lo llevó a aceptar el número que le ofreció el solícito chofer, e hizo al día siguiente el llamado. La voz que contestó del otro lado, le recordó a la de una vecina del barrio donde vivía cuando niño, una voz de mujer que encajaba casi perfectamente en la caracterización de lo que para su fallecida abuela era una “señorona”: mayor de sesenta años, complexión física robusta, pero a la vez enérgica, imperturbable, segura de sí, hincapié en las eses de su arenga, y una forma de responder a las preguntas que daba la impresión de encontrarse ante alguien con muchas más certezas que dudas. Sin embargo, el canon de su voz, era roto en ciertos pasajes en los que la mujer intentaba darle énfasis a algunas palabras que se leían como capitales dentro de su alocución, abandonando después, gradualmente, ese tono y ese timbre de su pronunciación, ciertamente turbadores, para recuperar la más tranquilizadora tesitura predominante. Se acordó la dirección, la hora y una suma que representaba el quince por ciento del sueldo que percibía el interesado, y que debía ser entregada en efectivo. Poco se habló del procedimiento, que según Romilda, no había revelado en las décadas que ella llevaba aplicándolo, un solo yerro ni efectos indeseados.

Ya debe ser primavera. A esta altura, me es familiar todo lo que sucede en torno a mí en esta parte del camino. La escucha ya no es mi fuerte. Parece ser que el proceso se ha servido de eso, entre otras cosas, para fortalecer los nuevos prodigios que ha dado mi cuerpo. Pero veo. Eso sí que puedo hacerlo. Observo cada día los detalles de todo lo que se suscita alrededor de la peregrinación que comienza en su casa. ¿La nuestra, podría decirse actualmente? El gordo Fabio ahora ha tenido que adecuarse a las circunstancias y vestirse con un grado menos evidente de incuria. No puede pedírsele mucho, por lo que pude escuchar, cuando podía hacerlo, cuando los preparativos de esta empresa de resonancia mundial se iban gestando en la casa de mi artífice. Como todo principio fue oscuro, parece ser una regla general, no lo sé, pienso en el Big Bang y no lo imagino sino encandilador; pero he escuchado por ahí que en el principio todo fue oscuridad, o algo por el estilo. Los días pasaban y yo en un colchón ruinoso en ese lugar oscuro, oscuro, cuyo olor, cuyos humos, me eran ya familiares. Ella no se dejaba ver, pero yo la escuchaba cantar todo el día. Recuerden que yo escuchaba. Eso sí, en meses todo se está haciendo silencio. La voz la perdí de inmediato, se la llevó la piña que recibí a traición, o vaya uno a saber qué se la puede haber llevado en ese entonces. Pero la nueva cualidad de mi cuerpo, y en relación a la cual toda esta romería se sostiene, ¡vaya si puedo sentirla!, es como la vibración de algo mecánico que hubiese sido incrustado entre mi estómago y mi pecho y que la hace brotar permanentemente, puedo verlo, nunca para de brotar, como un manantial milagroso del cual todos los convocados toman su parte. Me creí secuestrado hasta que mamá y papá vinieron a verme. Ella los convenció con su sagaz elocuencia. Luego vinieron los otros, mis otros, me miraron con ternura y después partieron. Y yo sin poder gritarles, las manos pegadas a las rodillas, la cara como un bollo de masilla que ella esculpía a la distancia. Sigue haciéndolo, salvo cuando solo Fabio es testigo de mi presencia y yo no trato de gritarle al mundo mi verdad. Se ríen de mí, de esta creciente incapacidad de la cual se alimenta su maravilla; me obligan a tomar algo que me sabe a leche condensada. Creo que si no lo tomara, todo el negocio se iría al demonio. Pero ¿cómo negarme si es lo que recibo como único alimento, lo que calma mi hambre y mi sed? Si algo desearía en este instante es volver a tomar un vaso de agua. Veo pasar a los vendedores ambulantes con bebidas para la feligresía ávida del milagro que emana de mí. Odio toda la mugre que afea el paisaje, cuando mi humanidad, si así puede seguir llamándosele, comienza su camino de regreso al encierro desde el cual ellos, planean en secreto los detalles de mi próxima salida a escena.     

La tarde de la cita fue calurosísima, un calor anormal para la época, para esa zona del país y que venía sosteniéndose desde hacía más de una semana. Llegó con cinco minutos de retraso a la casa del alejado suburbio, calle de tierra, sobrepasando unas quince cuadras la avenida de circunvalación, explanada que de manera implícita, representaba el límite geográfico entre dos universos urbanos regidos por realidades, aspiraciones y códigos de pertenencia muy diferentes. Tras la zanja de la vereda de enfrente, un grupo de adolescentes tomaban cerveza al lado de un kiosco de ventana y observaban minuciosamente su desembarco en esa región para él ignota de la ciudad. Uno de ellos, le ofreció cuidar el lujoso coche y él, con la sonrisa de un extranjero que intenta arribar con el pie derecho a un país desconocido y potencialmente hostil, le entregó cien pesos por adelantado y cruzó a la dirección indicada para llamar anunciando su llegada. “Entre por el portón amigo, está abierto”, gritó desde enfrente el contratado para vigilar el rumboso vehículo. Mientras él transitaba medroso la trotadora cubierta por una parra, Romilda abrió la puerta que daba al lugar: “habíamos quedado a las cinco si no me equivoco.” “Disculpe señora, el turismo, fin de temporada y el tránsito no disminuye.” La mujer resultó cuadrar en gran medida con la imagen con que había especulado, basándose en la impresión telefónica: alrededor de setenta años, unos centímetros más baja que él, aproximadamente ciento veinte kilos de peso, ojos escudriñadores, pelo negro azabache con permanente y un batón verde con rayas blancas ceñido al gigantesco cuerpo. Ya en el interior de la vivienda, hablaron someramente sobre el calor, él entregó el dinero, Romilda lo llevó hasta un dormitorio que daba al pequeño living, regresó en un lapso de tiempo en el que hubiese sido imposible verificar una suma tal, y le indicó que de ahí en más, no debía pronunciar una sola palabra; “solo siga todas mis indicaciones”, ordenó, asegurándole (inflexión grave y rasgada de la voz mediante, la mirada fija en su ansioso “paciente”) que todo saldría bien. Atravesaron una amplia cocina que lindaba con el recinto donde se había mantenido la breve conversación, salieron de la casa, cruzaron un pequeño patio de baldosas ardientes y entraron a una construcción con techo de chapa en la cual el calor era agobiante. “Siéntese acá”, dijo Romilda, indicando una silla ubicada en el centro del lugar, junto a una pequeña mesa de madera con su barniz descascarado. La mujer se dirigió a una estantería, enfrentada a él, y tomó un gran frasco rotulado con la palabra “Paraguay” en una etiqueta blanca con letras negras. El envase contenía pequeños trozos de lo que parecía la corteza de alguna especie de árbol.
Le pareció que la percepción del paso de los minutos, había empezado a modificarse. Lo atribuyó al insoportable calor del lugar. Mientras tanto, las letanías pronunciadas por el palmario modelo de señorona, sobre una gran bandeja de loza en la que había sido dispuesto la mitad del contenido del frasco, recreaban el tono inquietante que él había escuchado por primera vez el día anterior por teléfono. Romilda no emitió una sola palabra inteligible durante la seguidilla de sonidos eructados con su voz macabra. El paciente, observaba la escena desde menos de un metro de distancia, ya que la bandeja descansaba sobre la mesa a la que se le había ordenado sentarse. Él perdió la noción de cuánto tiempo llevaba sentado en ese sitio. No pudo evitar cerrar los ojos. Cuando los abrió, ella regresaba del patio con una bolsa de tela cuyo contenido se movía. Sacó el primer gorrión, tomándolo de manera que no pudiese mover las alas. Lo miró fijamente, acción tras la cual el ave quedó inmóvil, abriendo y cerrando los ojos como única señal de vida. Lo envolvió en un retal de seda azul que sacó de un bolsillo lateral de su batón, lo depositó sobre la corteza volcada anteriormente en la bandeja, e hizo lo propio con los otros cinco pájaros que fue extrayendo de la bolsa. La señorona siguió salmodiando con los ojos entrecerrados a su público inmutable. Él nunca había escuchado una polifonía articulada por una sola persona, eso lo despabiló. Una orden implícita en el tétrico y disonante cántico, lo obligó a levantarse y traer una botella del estante desde el cual había sido retirado el frasco. La depositó sobre la mesa, Romilda la levantó, verificó el contenido, bebió un sorbo y luego, con la boca, esparció una buena parte de la especie sobre los gorriones arropados, inmóviles. Retiró una brizna embebida, la prendió fuego con un encendedor que extrajo de su corpiño, la devolvió a su lugar y retomó su canto. Cuando el forzado auditorio acabó de arder, la tenebrosa sacerdotisa fue haciendo silencio paulatinamente, fue hasta un piletón, embebió un paño blanco de algodón en agua, lo escurrió parcialmente y volvió para tapar con él la bandeja humeante. “Venga mañana a la misma hora”, ordenó de manera concluyente en lo que para él, fue una invitación a retirarse, sin más.
A pesar de la inevitable y tardía siesta, logró despertarse a tiempo para bañarse, vestirse, pasar a buscar a Rocío y llevarla a cenar a la hora en que habían convenido.
―¡Qué calor que hace acá! ¿No prenden el aire con lo que uno les deja en una cena?
―Ahora les digo; igual no te preocupes que la cena la pago yo.
―Me cae como el culo lo que me decís. Si querés me llevás a un lugar más baratito, para gente de mi palo.
―Disculpame, no quería referirte lo que interpretaste, pero no estoy para justificaciones hoy…
―Tu hermano estaba más cabrón que lo habitual esta tarde, ¿será porque no fuiste a laburar?
―Tal vez. Igual avisé hace tres días que hoy me tomaba la tarde.
―Prerrogativas de cúpula.
―Uh, ¿venimos otra vez de zurda?
―Simple y franca observación. ¿Te atendió a horario el odontólogo?
―Se retrasó un poco, pero la buena noticia es que en una visita más terminamos por este año.
―Esto está crudo.
―Es la idea, igual, técnicamente no, el ácido de la lima lo cuece, a su manera por supuesto. Dejá de dar vueltas que son casi las mejores vieiras que comí en mi vida, exceptuando las de Chiclayo.
―¿Luna de miel con Carolina? Me voy a poner celosa.
―Es casi una constante en las minas, escenas de celo hasta respecto del pasado del que no fueron parte. Debería probar relacionarme con un tipo. Hasta tenés la ventaja de que el placard se multiplique por dos si tenés el mismo talle que él, como dice Seinfeld.
―Odio el humor de ese tipo, nunca me gustó.
―No me extraña para nada.
―Falta que me digas que el único motivo por el cual te relacionás conmigo es para cojer.
―Bueno, fuera de eso no la hemos pasado muy bien hasta ahora ¿no? Te llevo doce años e igual advierto que en algunas cuestiones, demasiadas para mi gusto, concebís la vida con la lógica de una tía romántica. ¿En qué mundo te creés que estamos? ¿No viste lo que pasó en la empresa? Pragmatismo a full nena. Son los aires de los tiempos que corren. Y si no te va como soy, te levantás y te vas a casita. Quedate tranquila que de la purga ya zafaste; no necesitás caretear conmigo.
―…
―Ah, y obviamente el viaje lo pago yo, …, para variar.
―¡No hace falta pelotudo! Algo de plata me queda a esta altura del mes. Febrero es cortito. Ah, y el lunes a más tardar, renuncio a ese laburo de mierda, por si te preocupa lo del careteo. Me tienen harta vos y el nazi de tu hermano, atormentando a todo el mundo, generando disputas internas, exprimiéndole la moral a los empleados y empecinándose en motorizar una fábrica de amoblamiento premium para cocinas en un país drenado de guita. Y ya que me hablaste de celos, no la conozco a tu ex, pero la verdad es que si trató de impedir que te volvieras esto, como me contaste la primera vez que salimos, no debe ser mala mina.
―¿Qué bicho te picó? ¿Estuviste hablando de nuevo con el delegadito ese? ¿Te estuvo llenando la cabeza? ¿No sabías quién era yo cuando salimos por primera vez?
―Es que te supiste vender como otra cosa al principio, y te creí, como una boluda. Y por otro lado sí, tengo mis contradicciones, como toda persona. Por eso no te mandé antes al carajo. Pero también tengo mis límites, …, así que deshago ahora mismo mi pacto con el diablo, me cueste lo que me cueste.
―Uh, qué justicialista suena lo de las contradicciones. Ahora hablame de redistribución y de justicia social y llenamos cartón.
―Andá a la puta madre que te parió.
Durante la noche, el clima había cambiado radicalmente, y esa mañana de sábado, de la ola de calor no quedaba más rastro que el de la lluvia y los estragos del viento, que habían empujado el bochorno hacia regiones más septentrionales. La ansiedad por que llegue la hora de repetir la visita a casa de Romilda, hizo discurrir la mañana en su despacho con una lentitud exasperante. Le llegó por boca de su hermano la noticia de la renuncia de Rocío. Se alegró al escuchar la novedad. Había sido genuina su falta de interés por retener a la chica la noche anterior. Desde que había dejado aflorar su en otras épocas reprimida inclinación por tal grado de utilitarismo, no reparaba en lo despiadado de sus formas para con los demás, y disfrutaba incluso de los efectos que suelen suscitarse cuando en las relaciones humanas, se aplica determinado tipo de proceder sin contemplación alguna. Incluso en relación con sus asuntos personales, consideraba cada meta alcanzada como el resultado de la autoimposición de tácticas salvajes, y hasta el punto en que se encontraba, no podía ver todo aquello de otro modo que como la única vía para volverse el hombre de éxito que en cierto grado sentía ser. Por su parte, el ámbito cerrado y circular dentro del cual se desarrollaban sus días (exceptuando la intrusión de elementos indeseados pero fáciles de desplazar, como Rocío), no hacía otra cosa que reforzar las ideas que había puesto en práctica con un impulso y una crudeza descarnados.
La segunda visita al extraño lugar de los suburbios que había conocido el día anterior, fue mucho más rápida de lo que esperaba. Un hombre obeso, de unos cincuenta años, en camiseta sin mangas, luciendo una malla manchada con restos de comida, abrió la misma puerta por la que en la calurosa tarde anterior había hecho su aparición Romilda y le entregó un frasco con gotero, lleno de un líquido cuya densidad y color no lograban advertirse, dada la oscuridad del vidrio: “acá le dejó anotado cómo tiene que tomarlo.” Y cerró bruscamente la puerta sin darle tiempo a preguntar nada.
Tomar cuatro gotas con el desayuno, cinco con el almuerzo, seis con la merienda y siete con la cena.
Romilda,
leyó en el papel arrugado escrito con letra manuscrita, pueril; se encontraba en el interior del auto, estacionado en el mismo sitio que la tarde anterior.    
Pocas veces había sentido tal sensación de abandono. Por unos instantes, especuló con llamar a Carolina, después, con ir a casa de sus padres, a los que no veía desde hacía más de un mes; pensó que estaba a tiempo de recuperar su controvertido vínculo con Rocío. Una vez descartada esa nómina de relaciones, pensó en las personas a las que no lo vinculaba otra cosa que los asuntos de trabajo. Y en última instancia, recordó que tenía un hermano, su presente benefactor, respecto de quien, una parte de él, nunca había dejado de desear volverse su ersatz (a pesar de ser el emulado dos años menor), detestándolo ahora más que nunca con la parte restante, aferrándose a un enredo de motivaciones imposibles de individualizar, obrando en la forma en que habían inflexionado casi toda su vida: enlazadas, cohesionadas, como una sinérgica usina de rabia en su instancia más substancial e indecodificable.

Parece que este que viene acá tiene con qué. Cómo se llena de rápido la canasta. De todos modos, ella debe habérselas ingeniado para recibir la guita grande de manera más decorosa. El gordo Fabio hace subir al tipo con esos visajes de adulación que ahora detesto. Reconozco que en algunas oportunidades debo haber compuesto una cara semejante, cuando mis rasgos eran tan otros. Sé que cambiaron tanto, lo sé porque cuando me arropan, me ponen frente a un espejo para acicalarme y peinar el milagro que crece, no para de crecer. Me refería a este que está subiendo a llevarse su parte. Fabio siempre le corta un pedazo más grande. La de la silla de ruedas, allá, allá abajo, debe ser su hija. Me mira desde esa cárcel en que ha quedado atrapada su pobre almita, con ese anhelo que retienen los jóvenes a quienes la vida les viene siendo esquiva, y en este caso, vaya a saber uno desde hace cuántos años. Debo ser su última esperanza. El sol de la mañana, otro protagonista casi excluyente, debe tener que ver con el proceso. El acoplado que hace las veces de altar es estacionado al costado de la ruta y a mí me ubican siempre mirando al este, bien temprano, a la mañana. De ahí en más comienza todo. Todos vienen a por lo mismo, a tomar lo que yo puedo darles. Ahí llega el Trío Polenta, les puse así por la pinta de miserables, muertos de hambre con cara de esforzarse por hacer la diferencia con el montón: papá setentón, desvencijado, barba de pobre, calva salpicada de rugosidades marrones, negras, en forma de huevo; mamá, matriarca despótica, un par de años menor, pelo largo blanco, recogido seguramente con movimientos de autómata, cara de vieja fanática religiosa; y una hija de unos cuarenta años con claras señales de no haber sido agraciada por fluido masculino o femenino alguno en su vida. Estoy seguro de que se llevan su pedazo a la espera del milagroso hallazgo de un novio para la célibe forzada, contrariada por el descuido de Dios. Simulan llegar con su orgullo incólume, cada uno en su bicicleta, fingiendo no ser parte de la grey de caníbales que me devora casi a diario. Madre e hija suben al atrio y depositan sus migajas de ratas hambrientas, conservando la esperanza en que Dios o algo con sentido exista y se acuerde de ellas. Mamá le entrega a la desahuciada hija, pecosa, rasgos de niña diabólica, con ese detestable pelo rizado recogido, especuladores, maliciosos ojos celestes; le entrega la gavillita que recorta el gordo para ella, y ella se va soñando con que su príncipe azul llegue a ponerle fin a una soledad que le debe estar incendiando las vísceras, mientras en casita, escucha lejana la insidiosa y calculadora voz de mami, planificando un día más de desagradable y pueblerina domesticidad. Me repugna la simpleza cuando es fingida: ¡losers yéndola de seres monásticos para ocultar su impericia en su lucha por ganarse un espacio en el mundo! Pero pasando a algo más elegante, entre mis habituales confiscadores, el que más simpático me resulta es un tipo sesentón y solitario con pinta de viajante de comercio, o algo así. El pobre debe estar desocupado. Si merecerá las mercedes de alguien que ha militado a pata y sable en mi antigua nata. Le deseo lo mejor. Al resto, un ejército de dragones que los rodee y haga arder la leña de su alelada esperanza.          

Decidió empezar con el tratamiento en el desayuno del domingo. Fuera de un ínfimo dejo dulzón, las gotas eran insípidas. No salió de su departamento de soltero en todo el día en el que, por lo que se veía desde la ventana de su habitación, el otoño parecía seguir empecinado en adelantarse, con un cielo en el que las nubes, frías, grises, pesadas, avanzaban hacia el norte, descargando de tanto en tanto una brevísima llovizna que parecía no llegar siquiera a mojar mínimamente la vereda. El amable sonido de los modernos ascensores casi no se escuchaba. Como casi todos los domingos, parecía que todo el mundo se había fugado del edificio. Él, ansioso en parte por la expectativa, pero sobre todo, debido a la sensación de orfandad ante el desatino de Romilda de dejar en manos de ese ramplón intermediario la entrega del líquido milagroso, deambulaba dentro de los límites de esos cincuenta y siete metros cuadrados, haciendo crujir el piso flotante, inventándose razones para ir de acá para allá que no ameritaban mover un párpado, reprochándose a cada instante el haber sido menos estratega con Rocío. Venía pensando desde hacía un tiempo, que la palabra estrategia la había emulado inconscientemente de las arengas de su hermano, hecho que aborrecía, pero ningún término equivalente de los que aparecían en el diccionario de sinónimos, antónimos y parónimos que abrió al atardecer (único libro que había consultado en meses) cuadraba tanto con la sensación de realización que experimentaba cuando evaluaba en su presente, los logros que atribuía a esa escrupulosa planificación con que obraba desde antes de su divorcio de Carolina.
En el departamento había suficiente acopio de alimentos para la cena. Mientras una pizza de muzarella prehecha se calentaba en el horno, empezó a tomar la segunda botella de cerveza de la noche, mirando el comienzo del clásico Racing-Independiente. Comió dos porciones generosas de pizza y se reservó una cuota de hambre para una porción de lemon pie que llevaba dos días en la heladera. Roció el postre con un pote entero de crema de leche y se lo comió en el entretiempo. El partido terminó, el sueño no venía y decidió emborracharse con un pisco peruano que le había regalado Rocío hacía unas semanas. Al recordarla, no pudo evitar reprocharse nuevamente haberse deshecho de quien en ese momento, hubiese podido estar acompañándolo y haciendo que la noche no fuese el fiasco que le parecía ser. A pesar de su beodez, no había olvidado tomar antes del postre las siete gotas del brebaje prescripto por Romilda. “Cuatro, cinco, seis, siete”, se repetía riéndose estruendosamente en la silenciosa soledad de la noche de domingo, intentando expresar en el carácter de la carcajada, la sensación de absurdo ante todo lo que había pasado en esos días extraños. Fue hasta el baño, se miró las entradas en el espejo, se rascó la barbilla y la mejilla derecha sin dejar de observarse (le picaban mucho) y se fue a dormir semivestido, como había pasado todo el día, con el televisor del dormitorio encendido, sintonizando un canal de noticias de cable.
A media mañana de ese lunes, cuando entró su secretaria a entregarle el informe de una consultora recién impreso, se encontraba pensando que la pasada noche había sido incómodamente singular. Se había levantado varias veces a orinar, cosa infrecuente en él, recordaba haberse rascado la cara semidormido, había tenido reflujo y estaba seguro de haber soñado con Romilda sin recordar las escenas del sueño. De todos modos, cada vez que había en esas horas recordado a la señorona, había sentido un rechazo visceral por todo lo vivido en esos días, y sobre todo por haber seguido el consejo de Jaime de optar por un tratamiento tan peregrino para su no tan incipiente calvicie. 
―Dejámelos ahí nomás Carina. Los voy a leer a la tarde.
―Cómo no señor. Mmm… Disculpe que lo interrumpa.
―Decime. Sentate.
―Gracias… Anda circulando el rumor de que se viene otra tanda de despidos. ¿Es verdad eso?
―Por ahora, que yo sepa no. De todas maneras, sabés que yo no tomo esas decisiones. Simplemente se me da la orden y ejecuto. Sabés que lo mío es acomodar la nómina de personal que me piden en base a la implementación de la ecuación i v p.
―Imprescindibles versus prescindibles.
―Estás aprendiendo, jejej. Tenés chances de llegar lejos con el coaching que te está haciendo gratarola tu jefe.
―Gracias señor; lo que pasa es que nos preocupa porque con mi marido estamos al cerrar un crédito en el Banco Hipotecario, para construir, pero con su sueldo solo, nos sería prácticamente imposible afrontar la cuota.
―Te soy sincero Cari, rajo a cualquiera de acá, pero sin secretaria no me quedo ni en pedo. Así que concrétenlo nomás, que además, respecto tuyo no tengo nada que objetar.
―No sabe la alegría que me da señor.
―Andá nomás, ah, buscá a alguien de maestranza que tiré el café a la mierda y no me puedo concentrar con el piso en estas condiciones. Hoy en mi departamento se me cayó un frasco de perfume al piso y la notebook al rato de la primera cagada, con el café ya es la tercera del día.  
―No se preocupe señor. Pasan esas cosas. Nos estamos dejando la barba parece. Le queda bien.
―¿La barba? ―se tocó la mejilla derecha y comprobó que tenía la barba de un largo de por lo menos tres días―. Uh, …, andá nomás…
Podía llegar a pagarse muy cara la deserción de almorzar en “Victoria´s”, pero la confusión pudo más que el sentido de pertenencia (o su fingimiento) a la camarilla gerencial. Desde que había corroborado la observación que le hiciera Carina, había tratado en un principio de reconstruir su primera mañana en el departamento, pero los únicos hechos que lograba recordar con claridad, eran la rotura del frasco de perfume y la caída de la notebook. Si había desayunado y tomado las gotas, si se había duchado, si se había afeitado o no, eran verdaderos misterios, al menos desde lo que lograba desandar en ese momento de turbación. Por otro lado, las náuseas de la mal dormida noche, habían vuelto y acabaron con un vómito en el baño del despacho, seguido de su comunicación a Carina de que se retiraba a su domicilio. Cuando llegó al edificio, volvió a vomitar, en el ascensor, y cuando llegó hasta el baño del departamento para limpiarse, vio que su barba tenía el largo de la de un náufrago de un par de semanas sin ser rescatado. Intentó comunicarse con Romilda, pero nadie contestó. Trató de ponerse en contacto con Jaime, y al no ser atendido, especuló con que podía tratarse de que el grupo, como había ocurrido antes, de sobremesa en el almuerzo, había invitado al chofer a bajar del coche y tomarse un café, y que dado el alboroto del lugar a esa hora pico, el llamado del celular no había sido escuchado por nadie. Eso había pasado ya un par de veces, trataba de repetírselo, repasaba las escenas, para mitigar la taquicardia que le provocaba la sensación de abandono. Pensó en Rocío, pero su orgullo pudo más que su necesidad de compañía. Miró hacia su pecho y la terminación de la barba ya podía observarse sin necesidad de un espejo. “Las gotas de mierda, las gotas del orto de esa gorda yegua” pensó. Las pulsaciones aumentaron. Sentía que el corazón golpeaba de forma muy violenta, y al reparar en eso, retroalimentaba su sentimiento de desesperación y desamparo, con el consiguiente recrudecimiento de la taquicardia. Pensó en llamar al personal de seguridad del edificio para que pidiesen una ambulancia, pero recordó que la única vez que eso había ocurrido en el lugar, el destinatario había fallecido debido a la tardanza. Logró calmarse, o convencerse de que estaba en tren de lograrlo, al menos en cierta medida. Los ascensores no respondían a su llamado. Bajó los cinco pisos por las escaleras, entró a la cochera y salió a toda marcha hacia la casa de la señorona. No le quedaban dudas de que las malditas gotas eran las responsables de toda esa calamidad. Iba dispuesto a sonsacar la fórmula de la forma que fuese, necesitaba tal información para que lo atendieran en la guardia de la clínica en base a algo que le diese un viso de lógica a la barrabasada de la que se seguía sintiendo corresponsable por escuchar el consejo de Jaime, tan propenso él a supercherías de toda índole, y por haberse prestado a la absurda ceremonia en que lo embarcó Romilda en aquel lugar siniestro. No podía dejar de pensar en los pájaros, en esos cuerpitos inmóviles, envueltos en aquellos retales de seda azul, en sus ojos, atónitos, expresando el terror ante la inminencia de lo que indudablemente percibían que era su fatal y próximo destino. Estacionó el auto en el mismo sitio que las dos veces anteriores. Una voz cuyo timbre y tono agudo reconoció, le volvió a ofrecer los servicios de vigilancia del vehículo, oferta a la cual no respondió. Entró por el portón, lo cerró con la intención de que su enojo se hiciera evidente. Gritaba con furia el nombre de la curandera, pateaba la puerta, nadie salía de la casa. Desde el lugar en que se encontraba podía verse la parte delantera de su auto, con dos adolescentes sentados sobre el capó, tomando cerveza y riéndose del espectáculo que él estaba dando. Corría por la trotadora para reprender a los zumbones usurpadores, arrepentido de no haber obrado conforme su atávico rechazo y de haberse comportado amigablemente en su primer desembarco al barrio, cuando por detrás, alguien descalzo, vistiendo malla y camiseta sin mangas, lo golpeó en la nuca, haciéndolo caer desvanecido al húmedo y agrietado piso de portland con olor a lavandina.         

Ahí están mamá y papá. Los trajo ese otro engendro portador de su sangre, mi antiguo y benigno cáncer. Seguramente, se encuentran agradeciéndole una vez más a la pertinaz Romilda el haberme rescatado del abismo en que me habrán creído perdido. Creo que nunca van a enterarse de que yo soy el opus magnum en su epítome de nigromante. Ahora, se acuerdan de mí más asiduamente de lo que lo hacían cuando yo era el hombre que ya no soy. Deben enorgullecerse de haber portado las semillas de esta celebridad que hoy se encuentra brindando a los desesperados sus mejores flores. ¿Qué habrá sido de Carolina? El gordo Fabio está recuperando su pésimo desaliño. Huelo su falta de aseo a diario. Me remite al momento en que me entregó el gotero con las instrucciones anotadas por su madre; recuerdo también su golpe a traición, hecho que marcó el comienzo de mi martirio. El disoluto vástago de Romilda acaba de cortar un manojito de mi barba milagrosa y se lo está entregando a un paisano con aspecto de niño viejo, pánico cerval en los ojos; ahí se va, esperanzado, amuleto en mano, acaso con la ilusión de que aparezca una compañera para mitigar su perentoria soledad. Han venido no pocos a indagar sobre el milagro, pero la titiritera, de la misma manera que moldea mis acogedores rasgos de santidad, ha obrado a la distancia para que mis súplicas se transformen en muecas de repulsa. Evidentemente el negocio ya no depende de las formas, debido a que el fondo, o sea yo, mejor dicho esta maldita barba que no para de crecer y de la cual todos toman su parte en pos del milagro por venir, alcanza para congregar el gentío que se aglutina cada vez que mis restos son izados acá, al acoplado del camión que maneja Jaime, mi Judas. El sol de esta supuesta primavera me da en la espalda. Los días en que como hoy, la brisa marina refresca mi cara, mi permanencia en este itinerante atrio se hace menos tortuosa. He perdido mi capacidad de calcular el tiempo, sobre todo, a partir del mediodía; desde ese punto, el sol se hace invisible para mí y ataca por la retaguardia en estas jornadas que se van prolongando progresivamente.
Mucho tiempo esperé convertirme en alguien, y de  algún modo, ahora lo soy.