domingo, 21 de junio de 2015

La torre

Casi toda su vida la vio allí. Su construcción comenzó en 1971, cuando Juan José tenía cinco años. Él no recuerda mirar hacia el este sin ver la imponente imagen de la torre. Ahora luce los lacerantes síntomas de un abandono que lleva más de dos décadas. Parece que llora en silencio, vertiendo enormes brochazos de óxido que crecen año tras año. Pero se sostiene ahí, al este de la ciudad, a orillas del río Paraná, estremecida por las sudestadas, asfixiada por humedades cada vez más cerradas y persistentes, cuarteados sus restos de pintura blanca por un sol cada vez menos amigable. Doscientos cincuenta y dos metros separan el mirador que la corona, de los paseos que recorren las ruinas de lo que alguna vez fue River Park, el parque de diversiones que según afirmaban los funcionarios municipales que resistían la intransigencia de los detractores, cambiaría para siempre el albur meramente fabril que ostentaba la localidad que en los tiempos en que se erigió la torre, contaba ya con más de cincuenta mil habitantes.

Juan José está bajando la escalera del monoblock en cuyo segundo piso se halla el pequeño departamento alquilado donde vive junto a Esther, su esposa desde hace veinticinco años. Zulema vendrá también hoy a asistir a Esther, a pesar de ser el día franco de Juan José. Es que quien ya se encuentra en camino a la torre, tiene que conversar respecto de un importante asunto con don Goyena, uno de los pocos empleados que el municipio conserva en esos vestigios de lo que alguna vez representó la esperanza del despegue definitivo del lugar. Allá está ella, gigante, vetusta, magullada. Puede verse desde la calle en que camina afanoso el flaco, como se le motejó en el trabajo, en la empresa mayorista de fiambres más grande de la zona.  Trabaja ahí desde los dieciséis años, y se enteró a través de la colorada Bermúdez -adepta desde siempre a ser vehículo de malas nuevas- de que lo van a despedir de un momento a otro. Él intuyó desde la primera entrevista que tuvo con el nuevo encargado de ventas, que sería infructuoso ensayar algún tipo de maniobra para salvar su pellejo. La decisión estaba tomada ciertamente de antemano, pero el fariseísmo de los dueños de la firma, inspiró como paso previo a la comunicación (aún no efectivizada) del despido, hacer una invitación por cuenta del novel proyecto de gerente, a redoblar el mérito y el esfuerzo a instancias de no ser considerado prescindible. En resumen, las puertas del Reino están definitivamente cerradas para él.

¿Alternativas? Ninguna, concluyeron hace un par de noches con Esther. “Hablá con Goyena entonces Juan.” “¿Tu hermana?, es increíble que…” “Ya lo hablamos doscientas veces querido, no se puede contar con ellos, ya no aguanto más las recriminaciones de Silvia, sabés cómo es tu cuñada. ¿Vas a trabajar con Carlos acaso? No durarías una semana ahí, eso es un infierno. Y ni hablar de las pasadas de factura por no haberte callado.” “No me callé porque tenía razón.” “Estoy de acuerdo, pero la potestad la tienen ellos, y en este mundo, la razón…, la verdad…” “El miércoles hablo con Goyena a ver si lo convenzo entonces.” “Estoy muy cansada Juan, perdoname, sabés lo que nos espera si esto sigue su curso.” “Está bien, …, está bien Esther…”

Qué mañana agobiante para ser marzo, ya ni el clima, antes, …, ya nada… Juan José lleva recorrida la cuarta parte del trayecto que separa su domicilio de la torre. Siempre escoge este itinerario para ir hacia el río. Hace ya décadas que opta por el mayor anonimato posible, y estas calles son ignoradas por la aglomeración, por la actividad, por el espanto periódico de bocinas. Ellos marchan usurpados hacia ningún sitio, absortos en sus quehaceres, postergando, relegando, resignando algunos; enseñando, mandando, vomitando poder los otros. No, estas calles no, estas calles permanecen ajenas, contemplan al gigante que aguanta en el este. Allá va Juan José, piensa que si Carlos…, pero no, tiene razón Esther, ese tipo de favores se paga con el precio de la pérdida de la honra, no fue un error; la convalidación de ciertas cuestiones trae aparejada una sentencia a muerte a corto plazo, una muerte en vida, y mejor no estar, mejor no tener que interpretar el espectáculo de la mansedumbre ante la muerte cotidiana… Ellos no conocen otra cosa que seguir los caminos que les han sido prefijados, ni siquiera es necesario guiarlos, una vez inoculado el veneno, puede descansar el amo y ver cómo las hordas retornan trémulas a sus celdas…, cierran la puerta desde adentro. La maldita enfermedad de Esther, en diferentes circunstancias, hubiéramos podido intentar en otro lado, impugnarlos mediante el fruto de nuestros actos. No puedo dejar que empuje ella sola…, quedarme, … Haber hablado, haber hablado fue el motivo, caminar por otra calle, resistir, negarse, tantos por qué, tanta interpelación de tu parte despertó su furia, la de todos, jaja, …, lo dijo el filósofo en la tele flaco, en la tele no todo está perdido, hasta te pueden sugerir que la apagues, lo dijo el tipo a quien Carlos odia: “el pavoroso silencio de Dios…” Lo llenan con la misma música siempre, ¿qué querés flaco vos también?, siempre violentando el confort de la gente que no quiere otra cosa que vivir como Dios manda, …, “lo normal, lo normaaal, progresaaar tarambana, hacerse de algo, ser alguien en la vida”, como te gritó la colorada Bermúdez el día que le preguntaste por qué deberías hacer horas extras en el laburo. Lo normal hubiera sido callarte cuando le cerraste la boca a Carlos en la fiesta de la hija, cuando le dijiste que se guarde su moralina meritocrática y deje de adornar concejales para que le permitan seguir abriendo supermercados, cerrándole las puertas a cualquiera que le haga sombra, menos mal que se declara “liberal hecho y derecho”, jaja, …, libertad siempre y cuando la libertad no le haga mella a sus enjuagues.                        

¡Qué enorme se veía cuando Juan José tenía diez, doce años! El río mecía la canoa a la hora en que el sol del verano iba descendiendo, y proyectaba sobre la superficie la sombra del gigante de hierro fulgurando. El agua se volvía oscura, parecía que la torre, de tan exorbitante, no resistiría, desplomándose sobre el agua tibia del Paraná; y atravesar esos dos o tres segundos de duda, de desconfianza en la pericia de quienes la habían proyectado y construido, infundía a algunas tardes un cariz de trance excepcional, que lo hacía retornar a uno a su casa con la esperanza renovada, sabiendo que el coloso estaría allí aguardando el próximo reto a los valientes que se atreviesen a acercarse nuevamente a admirar la opulencia de la mole a la que ahora, mientras camina caviloso, Juan José se acerca.

No será sencillo convencer a Goyena, es a veces tan parco y distante. Pero ¿cómo negarse a que la pobre Esther, confinada a vivir en una silla de ruedas, pueda ver el río desde esas alturas? Por otro lado, no hay otra forma segura de hacerlo. Cuando Goyena limpia el mirador de la torre, que los fines de semana sigue prestando sus servicios, incluidos los del restaurant del nivel intermedio (cuya concesión Carlos acaba de obtener), las puertas balcón quedan abiertas por unos minutos y la ancha cornisa sin barandas ofrece un punto de observación incomparable para quien quiera viajar visualmente por la isla, acompañar al acuático, cristalino, esplendoroso verdor que hinca su mágico misterio lo más al este que pueda imaginarse. Todos van a comprender cuando haya sucedido. Nadie dudará. Goyena actuará compasivamente al dejar a Juan José transportar a Esther en su silla hasta un punto prudente de la cornisa, para observar, para “ver otra vez el paisaje” le habrán dicho, ¿cómo oponerse?

El flaco apura su marcha al comprobar la cercanía de la entrada a las ruinas del lugar en donde, cuando niño, ciertamente más cerca estuvo de su sueño de volar. River Park contaba con dos montañas rusas, una de las cuales, la Sky Mountain, en los célebres tiempos del parque, fue motivo de visitas, incluso las de entusiastas que llegaban a la ciudad desde el exterior del país, deseosos de experimentar la internacionalmente reputada caída en un ángulo de setenta grados, desde una altura de sesenta y tres metros. Ahora está a la vista de Juan José, quien ya atravesó fácilmente la entrada a esa desvalida desolación, la Sky Mountain, castigada por la bochornosa luminosidad de la mañana de marzo, aportando una cuota más de humedad al titán de relumbrante acero, que en su tiempo llevaba lentamente a los valientes que se atreviesen, hasta el clímax de expectación desde el cual eran abandonados por los mecanismos que anunciaban con un metálico crujido, que de ahí en más, la gravedad haría su parte. El persistente viento del norte hace que la mañana asfixie, es como una trompada de untuoso y caliente vapor que pareciera querer hacer desistir a quien camina, resuelto, a formular su propuesta a Goyena.  El silencio es casi absoluto. El río está aún a más de doscientos metros. El mutismo abrasador es interrumpido solo cuando las ráfagas refuerzan su acometida y zarandean la cadavérica herrumbre de atracciones inermes, que vista desde la torre, es comparable a un vencido ejército de bestias metálicas a quien alguien alguna vez les dio vida, olvidadas en el campo de batalla en el cual han sido exterminadas hace ya mucho, demasiado, …, demasiado tiempo.

Está ya muy cerca de la torre. Especula con que Goyena aparezca pronto. Va a ir al grano. Está resuelto a despacharse con la perorata que deliberaron varias veces con Esther. Se escucha el motor de un vehículo. Juan José mira en sentido contrario a donde se dirige y ve la camioneta de Carlos atravesando la entrada que él franqueó hace unos instantes. Se oculta tras una porción del pastizal que no se ha cortado durante el verano. No necesita agacharse demasiado a pesar de medir más de 1,80 metro de altura. La camioneta pasa a corta distancia de donde el flaco se encuentra, clandestino. El viento lleva hacia el alto pastizal la tierra que cubre porciones del poco transitado asfalto y que es removida por el vehículo. El polvo se adhiere a la cara de Juan José, quien ha decidido seguir a Carlos y averiguar qué hace en el lugar, ya que sabe que hoy el restaurant está cerrado y que su pariente no acostumbra aparecerse por aquí cuando no hay actividad. El vehículo se estaciona al lado de la base de la estoica mole. El flaco se arriesga y se oculta contra la gruesa chapa, del lado opuesto a donde se está manteniendo una conversación. Se escucha la voz de Carlos hablando vigorosamente con alguien cuya voz el intruso no reconoce:

-Si vienen los del diario te hacés el gil y les decís que no sabés nada. Es por lo de la concesión. Todavía joden con eso. Lo que faltaba ahora, la zurda reclamando competencia leal. En época de campaña sacan a relucir viejas miserias. ¿Quién no tiene un tomuer en el armario? Jejej… Acá ya se fue todo al joraca querido, hace rato, y ellos tienen la culpa. Acá o pegás primero o te aplastan como a un sapo. Este ispa está hecho mierrrda. Por  suerte con los del canal ya está todo arreglado. Lo de tu laburo ya está conversado en la municipalidad. A Goyena le sale la jubilación en estos días. Escuchame, van a venir a traer unas cajas de parte de López Carrió. Ayudales a entrarlas acá en la base. Secreto, jaja. No. Son unos útiles para entregar a los pibes de la isla el sábado a la mañana. Van a tomar un refrigerio en el restaurant. Yo les voy a hacer el recorrido por la torre. La gente tiene que empezar a ver más seguido la cara del futuro intendente che, jaja. Después hay que dejar todo limpio. ¿Tu jermu puede venir a darles una mano a las pibas?

-Sí don Carlos, no se haga problema, ella viene.

-Después hablo con la encargada para que le pague.

-Lo de la otra vez no lo cobró todavía don Carlos.

-¿Qué cosa?

-Lo de la limpieza cuando usted se mudó a la casa nueva.

-Uh querido, no te preocupes, yo le digo a Silvia que es ella la que anda con la guita chica.

-Y yo ¿cuándo cobraré más o menos mi sueldo? ¿Usted sabe?

-Y mirá, la burocracia es así, pero cuando te liquidan te liquidan todo junto. Paciencia Pedrito, el que quiere celeste… Además, una vez que entraste no te saca nadie de estos cargos. Paciencia mi querido que como te dije, el puesto yo lo tenía pensado para el inútil del cuñado de mi jermu que lo rajan de la distribuidora, pero la verdad no se lo merece con ese verso de reventado que tiene. No hay que pensar Pedrito. Hay que hablar poco y agachar la cabeza si uno quiere que lo dejen subir al tren cuando pasa. Aceptar que hay gente que nace para mandar y otra para obedecer. Cuando yo sea intendente, se le termina la joda a mucho vago por acá. En cierta forma, es como dijo Esp, bueh, un economista, un capo al que debería dársele bola en este país para volvernos un ispa moderno y no este apañadero de inútiles. Escuchá lo que dijo el tipo: “uno en cierta forma nace solo y muere solo, ¿por qué tanta dependencia de la teta del estado para vivir?” La hermana de Silvia cobra una pensión por discapacidad por ejemplo. Está bien, está en silla de ruedas. Pero flaco favor le hacen así. Algún trabajo se le podría buscar para que se entretenga y se sienta útil. El populismo querido, el populismo es la plaga de Sudamérica. Che, si vienen los del diario no les largás prenda, te encerrás acá y listo. Si joden mucho me llamás. Y hoy a las siete en el local de campaña eh, que viene a disertar el futuro Presidente de la República. Te me vas bien empilchado eh.

-Si don Carlos, a las siete estoy. Por favor, si no se olvida, recuérdele a su señora lo de la limpieza de la mudanza. Necesitamos la plata.

-Tomá, te adelanto cien y te llevás un par de cajas cuando lleguen. Un par eh. Mirá que están contadas. Jaja. Chau querido, nos vemos en la cúspide, jejej.

No es todavía mediodía, y el sol, acompañado por la humedad, castiga de manera implacable. Habrá que repensar la forma. Llevaría demasiado tiempo intimar con Pedro. Habrá que considerar una nueva estratagema. ¿Qué decirle ahora a Esther? El flaco opta por no regresar a casa. Bordea el alto alambrado que demarca el límite entre las ruinas del parque y un veredón de baldosones cuarteados que concluye su trecho en el río. Una perra husmea en las bolsas de residuos donde se sacan las sobras del restaurant de Carlos. Juan José la llama. El animal obedece y se acerca jocoso. Los perros de la calle son como almas en pena en busca esos dioses imperfectos, ciegos, perdidos, que son los hombres. Llegan al río. Los sauces de la costa mitigan la furia del mediodía. Él se recuesta contra el tronco de uno de esos árboles a escuchar el sonido de la corriente discurriendo hacia territorios más favorables. Ella apoya su hocico en el regazo de su nuevo dios. Él acaricia su cabeza. El tiempo se desacelera. El melancólico viaje del río, su música, su movimiento (todo movimiento conlleva una esperanza), envuelven la modorra compartida, el sueño compartido; él se duerme para regresar al agua de la infancia, a las verdaderas horas; ella sueña despierta que este anhelo será el último, y lame tiernamente la mano de un hombre que tal vez esté recuperando algo.

Más allá no había otra cosa que bañados, cubiertos por una especie de hierba oscilante. Daba la impresión de encontrarse ante una enorme alfombra en flotación sobre el agua, desgarrada arbitrariamente por quién sabe qué mano poderosa. Caminó por un gigantesco puente hasta poder apreciar una de esas ciénagas, de las cuales, por efecto del sol, emanaban haces que dificultaban la visión, provocados por el reflejo de la luz en los sitios en que el agua quedaba librada del verde y espeso apretujamiento. ¿Y más allá aún? La reminiscencia de aquellos canales navegados en su infancia y su adolescencia, el resabio de una visión cada vez más remota, pero que sin embargo, preservaba y preserva íntegra la sensación de un enigma no revelado, atesoraba y atesora el olor dulzón de ese agua capaz de cantarle a los pescadores el arrullo que tiñe de fe la espera…

Has contemplado en sueños ese río, desde esas otras alturas, has presenciado la sagrada turbiedad de un viento transparente... Te recobra el agua dulce, ferviente perseguidor de una pretérita música…