Pero, al fin, somos amantes de nuestras
agonías;
y lo más triste de la vida es cómo parecemos
preferir lo que al otro día nos matará.
EDUARDO
MALLEA, en La noche enseña a la noche.
1
El
café
Amelia
frecuentaba el café de la avenida Independencia, para leer. Desde hacía ya
meses un solo autor seguía suscitando su interés. “¿Para qué más?”, se repetía,
en silencio, sin necesidad de persuadir a nadie. Bartolomé, uno de los mozos
del local, había enviudado hacía poco tiempo. Estaba prácticamente solo en el
mundo, ya que de su unión con su fallecida esposa no había nacido hijo alguno, debido
a razones que siempre rehuía argüir cuando al respecto se lo interrogaba. A
Amelia le resultaba difícil asistir a la recurrente escena que encarnaba este
hombre de cincuenta y tantos, quien trabajaba de domingo a domingo, con un
régimen de medio día franco a la semana (cuando le permitían tomárselo) y reiteraba
hasta el empacho en sus alborozadas conversaciones con los habitués de la casa,
la frase qué se le va a hacer, no queda
otra, confiado en que la redundante y pública aceptación de su existencia, provocaba
la simpatía de la lectora (su anhelo inconfesado) cuando lo escuchaba. Ella,
por su parte, lo hacía sin evidenciar gestualmente su rechazo hacia veredictos
de tal especie, y seguía concurriendo
al café de la avenida Independencia, a leer. Amelia Sugar aparentaba menos edad
de la que en realidad tenía: “no das más de treinta Ame, y ahora que bajaste…”,
había declarado a regañadientes y ante la flagrante evidencia Julia, su
compañera en la delegación del Registro Civil en donde trabajaban. Se hacía
cuesta arriba tener que compartir con Julia esa precaria oficina. A Amelia le
disgustaba, entre aspectos tanto más vituperables de su conducta, la fingida
camaradería con la que su compañera de trabajo había ponderado su vertiginoso
descenso de peso. De todos modos, no quedaba mucho tiempo. Se había fijado sentencia
desde hacía tantos años… A partir del momento en que el invierno, sin papá, ya
no fuera lo mismo, allá en las sierras, a partir de que su prima Francisca
comenzara repentinamente a transformarse en su vehemente enemiga, a partir de
que la iracunda tía Martha, con el dejo teutón de su enérgica voz, augurara cada
vez más frecuentemente ante un peculiar sondeo atmosférico que ese año la
temporada se extendería un par de semanas debido al inusual calor; se había
fijado resolución desde el momento en que mamá se acostó a dormir en la cumbre de un afamado cerro,
convocante, místico, negocio exitoso si los hubo y los hay. Cuando enterraron a
mamá, el hielo de las vísceras no se había derretido aún, “tan despeinada, tan
mal arreglada” murmuró una irreconocible voz de las tantas que acudieron a
presenciar la precipitada, improvisada, no obstante populosa despedida en
aquella inusualmente fría tarde cordobesa.
Habían
pasado los veintiún días de ayuno y allí se encontraba Amelia Sugar, jean
recién estrenado, blusa de bambula color verde agua, ojotas de cuero,
deslumbrante en la tórrida noche de verano, maravillando a cuanta mirada
reparase en esa esbelta mujer de pelo corto, un metro setenta y cinco de
estatura, piel cetrina y mirada contemplativa, solitaria, sentada en el café de
la avenida Independencia. Bartolomé, el mozo, parloteaba sumiso, receptivo,
candorosamente ilusionado, con el doctor Recabarren, adorable truhán de grandes
ligas que había forjado sus célebres reputación y patrimonio, embaucando a más
de uno en la ciudad sin tener que darse a la fuga debido a los embriagadores
encantos de su carisma, conservando, por si aquello fuera poco, su afán de
lograr alcanzar la presidencia de un prestigioso club marplatense. Amelia bien
pudo haberse pertrechado para el perentorio cometido que estaba a punto de
consumar, de los consuetudinarios manjares a base de diversas masas europeas, gírgolas,
endibias, quesos semiduros y duros, azules; armarse con el heterogéneo laterío
de productos de mar, o con los panes saborizados que en tiempos no tan lejanos
adquiría en el mercado del gringo Giuseppe; en fin, llevarse a su cueva el oso
las vituallas, antes de volver a la hibernación. Pero por insondables razones,
decidió dar curso de manera pública al programado y conclusivo frenesí,
prescribiéndose dos, tres (si el estómago se la bancaba) de las incomparables
milanesas completas que preparaba la misteriosa cocinera del lugar. Y después que llamen nomás… No, mejor
renuncio antes. No sea cosa que se enteren de que Amelia quiere dormir sin ser
molestada. Y renunció nomás un par de días antes de empezar el ayuno.
Todos,
menos ella y el propio Marcos, uno de los ayudantes de cocina del café de la
avenida Independencia, ignoraban en el lugar que el adolescente colgaría extemporáneamente
los guantes en un par de horas, tras el prosaico banquete celebrado por la
lectora, seducido el doncel por la importante cifra en moneda extranjera que la
zampona oferente había convidado a cambio de que el atlético y potencial
partenaire se prestase a una ceremonia en la cual los licores ―enriquecidos con
alguna sustancia no declarada― y el agua destilada, constituirían la esencial
materia prima; eso, no obviando ciertamente la virtuosa humanidad del pendejo,
junto con la respuesta de su organismo al estímulo de la ingesta líquida.
2
Caminata
―En
cualquier momento el cielo estalla. Mirá los relámpagos. En el departamento hay
aire acondicionado, el calor no va a ser un problema. ¿Estás intranquilo por
haber dejado el trabajo?
―La
encargada no lo podía creer cuando le di la chaqueta y le dije que no volvía
más. Esa tipa es el mismísimo demonio, y desde que anda con el dueño, peor. Vive
prácticamente en el café. A Bartolomé lo maltrata todo el tiempo, le hace pasar
vergüenza delante de los clientes. ¡Uh!, y desde hace unos días, para colmo, el
lavavajilla no funciona. Van a tener que meter mano todos para sacar la cosa
adelante antes de cerrar. ¿Usted está bien señora? Con todo lo que comió…
―Decime Amelia chiquito, que sabés a lo que
vamos a casa. Ese señora tan ceremonioso que te sale no me va a poner en vena.
Prefiero pensar que no le contaste a nadie acerca de todo esto. Te repito que
por tu seguridad no te conviene, es mucha guita la que te vas a llevar mañana
cuando te vayas. ¿Qué hiciste con los mil que te di como adelanto?
―Eso
no se cuenta señ…, Amelia.
―Está
bien, me gusta que seas reservado. ¿Vivís solo?
―No,
con mis viejos. Mi hermana se casó hace dos años y se mudó al sur.
―¿Qué
dijiste en tu casa para justificar que no vas a aparecer hasta mañana?
―Que
me quedaba a dormir en lo de un amigo en donde me quedo habitualmente cuando
salimos.
―¿No
hay peligro de que llamen para averiguar?
―Tengo
diecinueve años.
―Tenés
razón, retiro la pregunta boluda. ¿Y cuando se enteren de que renunciaste al
laburo?
―No
pensé en nada todavía.
―¿Tomaste
las dos grageas que te di?
―Sí.
―¿Anoche?
―Sí.
―Si
bien no quiero detalles, espero que hayan hecho efecto esta mañana. ¿Estás en
ayunas como te pedí?
―Sí.
―Transparente…
Ahora, cuando lleguemos al departamento, te das un baño y comenzamos con las
ingestas de las que te hablé. Impoluto por dentro y por fuera. De los licores,
una pequeña medida nomás, es para que la
cuestión tenga el dejo que busco. Y a lanzarte un poquito más que no muerdo. Es
bastante elemental lo que sabés que tenés que hacer. Ni se te va a tener que
parar. Es más, inferirás que eso obstaculizaría una parte de la ceremonia.
―¿Ceremonia?
―No
me hagas caso. Me refiero a lo que te dije que tenés que hacer. Y en algún
momento sabés que vas a tener que relajarte y estar receptivo. Tengo igual un
par de cosas que te van a afinar para que no te me destemples y me estropees la
noche. Mirá esos relámpagos, ¡maravilloso!
―Le
juego que esta tormenta se la traga el mar. Como la del otro día, ¿vio cómo el
calor no amainó? Con esta pasa lo mismo, le juego lo que quiera.
―Tuteame
o suspendo la movida chiquitín. ¿Adónde creés que vas conmigo?
―Bueno,
¿l…, te repito las instrucciones?
―No
hace falta, de la forma en que me estás mirando me doy cuenta de que te las acordás
de memoria. Además, para eso fuiste ayer al departamento. Qué calor mi Dios.
Tenés razón con lo del clima. No consulté el pronóstico, pero si no llueve y
cambia la atmósfera, mañana va a estar abrasador el día. Y vos de vacaciones
por unos cuantos meses me imagino.
―Veremos.
―Mientras
no te patines la guita en boludeces. Pensá en el infierno del que te saqué y
tratá de no terminar como el pobre Bartolomé. Las décadas vuelan como esas
nubes rojas que según tu vaticinio se va a tragar el mar… Me gusta que te hayas
rapado. ¿Cuánto me dijiste que pesás?
―Ochenta
y dos.
―Mmm,
me da la impresión de que te agregás un par de kilos. No hace falta que me
mientas. ¿Tenés novia?
―No
en este momento.
―Así,
te parecés a River Phoenix en Stand by Me,
obviamente más crecidito.
―¿A
quién?
―A
nadie.
3
Algunos
días de una vida (fragmentos de varios diarios)
Córdoba capital,
miércoles 20 de mayo de 1992. Hoy a la mañana, en el
hospedaje, me miré al espejo y me deseé feliz cumpleaños. Diecisiete años en
este mundo extraño. Escribo esto en un café del centro. Otoño cordobés. Recién
terminé de releer La balada del café
triste. ¡Te amo Carson McCullers! Ayer al atardecer dejé por fin el hotel
de la tía Martha. Robé el DNI de Francisca (y toda la guita que pude), así que
ahora puedo acreditar mi supuesta mayoría de edad. Por desgracia somos bastante
similares físicamente. Tuvo razón la tía en reprenderme por haberme robado uno de
los piononos y comérmelo sola. Tal vez sea genuina su preocupación por mi
obesidad. Creo que yo de todos modos buscaba su represalia verbal en tren de
tener motivos para la fuga hacia Rosario. Ese lugar, Francisca y su
hostigamiento, la desaparición de papá, el suicidio de mamá; un cumpleaños más
en esa atmósfera forzada hubiese sido un verdadero bajón. Un grupo de turistas
porteños me acercó hasta acá. Creo que paso bien por mochilera. Espero que
nadie me haya visto subir a ese minibus. No creo de cualquier manera que les
preocupe un pomo encontrarme. ¡Libertad, libertad, libertaaad! Mañana sale mi
ómnibus con destino a Rosario.
Rosario, jueves 20 de
julio de 1995. Fin de mi noviazgo con Juan.
Definitivamente creo que jamás me casaría. Cómo se desvanece el embelesamiento
de los inicios. Tan trillado todo lo que puede esperarse. Me entristeció verlo
llorar cuando me di vuelta. Que siga labrándose un futuro. No aguanto más a esa
familia fascista que lo asesinó moralmente en nombre de qué sé yo cuanta
pelotudez irrelevante. Si lo que importa es la guita, se forraría cantando
tangos en Europa. Que lo siga haciendo a escondidas mientras le administra la
distribuidora al papito torturador indultado por el sultanato. Ayer corroboré
que del río sigo enamorada. El invierno, el viento sur, lo adormecen, lo funden
con el paisaje, lo cristalizan en algo parecido a mi esperanza, …, gris. En la
funeraria me deben el sueldo de junio. Me he convertido en una experta en
enfrentar tan asiduamente el dolor de los deudos sin demasiados sobresaltos.
Sigo disfrutando de las charlas y los mates con Eduardo ―quien sigue soñando con mudarse a Mar del
Plata― mientras apresta los cadáveres. Es todo un experto. Los observo, esos
cuerpos inertes, parecen haber pasado por tan poco, aun los más viejos.
Compartimos tanto con Eduardo. Casi la misma edad. Yo dejé a mi novio y el suyo
lo dejó a él por una mina. Y probablemente, no dentro de mucho, nos mudemos a
vivir a Mar del Plata como me propuso. Amo a los putos. Siempre admiré ese
brillo especial, esa égida ingeniosa que esgrimen cuando alguien les muestra su
rechazo. Me encantaría ser un puto, cojer con un igual, tener pija, penetrar… Si
leyera esto Francisca. Tan timorata la conchuda. ¿Cojerá o seguirá esperando
que su principito serrano baje montado en una mula de la montaña y se la
encuentre por accidente? Barriendo, barriendo y barriendo la galería del hotel.
Me fui al carajo, pero lo dejo así.
Mar del Plata, jueves
27 de julio de 2000. Finalmente estuve yo sola en
el crematorio del cementerio. Los familiares de Eduardo no pudieron o no
quisieron venir desde Rosario a tramitar la exhumación y la reducción de
restos. Seguirán sin perdonarlo por lo que pasó. Tuve que acreditar tantas
cosas para que me permitieran ocuparme del asunto… Tengo las cenizas en una
caja de zapatos sobre una silla al lado de mi cama. Mañana las voy a esparcir
en la cima de la sierra que tanto le gustaba. La esposa de su último empleador
pagó todos los gastos. “Parecía que dormía dentro del cajón esa gente” me decía
cuando se refería al trabajo de Eduardo. Tres años que murió y la vieja lo
recuerda. Éramos tan pocos el día del entierro. Ese viento y esa lloviznita
pinchuda, pertinaces… Sigo sin laburo. No me quedan muchos ahorros y debo dos
meses de alquiler. Las esperanzas en el nuevo gobierno se esfumaron como una
bocanada en medio de un vendaval. Bocanada,
no paro de escuchar el disco. Cerati me acompaña, y Alejandra, siempre
Alejandra y sus niñas, sus lilas y sus bosques.
Mar del Plata, lunes
9 de julio de 2007. Nieva en Buenos Aires y en
zonas del país en donde no acostumbra hacerlo. En la tele no paran de
mostrarlo, se ha convertido en el suceso excluyente de la jornada. Qué
porteñocéntricos estos canales del orto. Me imagino lo que pensará una persona
de la Patagonia cuando ve a estos giles haciendo muñequitos de nieve de veinte
centímetros a la vera de la General Paz. La vieja del departamento de al lado
no baja el volumen de ese mortificante televisor. Estas paredes son un maldito
cartón. Voy a tratar de extender la licencia. Si no trasladan a la lela de
Julia a Tandil contemplaré el ofrecimiento de mudarme a la delegación de Bahía
Blanca. Hablando de Bahía Blanca, cuánto hace que no releo a Mallea. Al fin y
al cabo, no solo todo verdor perecerá, todo,
tarde o temprano, pasará a formar parte de esa nada misma que es la historia de
los nadies que habitamos el mundo, …, Julia y sus malditos corrillos (los
primeros en la lista) serán olvido. También mis pobres e insignificantes
huellas. Tan pocas las almas despiertas que han encendido esos profanos fuegos.
Cojer con Javier me está aburriendo. Tiene veintidós años y habla como un
viejo. “¡Te estás haciendo al hijo de la portera Amelia!” hubiese sentenciado
Eduardo con esas eses aspiradas de puta santafesina con las que hablaba, y hubiésemos
parloteado horas y horas acerca del pendejo. Diez años sin la Edu, cómo la
extraño. Tengo que ir a la sierra a visitarlo.
Mar del Plata,
viernes 1 de enero de 2010. Hoy a la mañana se tiró del
balcón una mina del edificio de enfrente. Tardó en reunirse gente. La resaca de
ayer. Todo el mundo guardado en su refugio. Rechacé por tercer año consecutivo
la invitación de Jorge a pasar con él y su familia la noche de fin de año. El
año que viene desiste. Eso espero. De todos modos lo prefiero como compañero de
oficina. Ceremonioso y lenteja, pero no jode. Habló de más cuando me contó que
vuelve Julia de Tandil. Pobre Jorge, si se enterara de los comentarios que en
su momento hizo Julia acerca del engaño de su esposa. Sin embargo, creo que a
ella la atrae. Quizás el hacer circular la noticia fue otra de sus habituales y
poco sutiles estratagemas. En el Registro dicen que sigue soltera. ¿Quién la
aguanta si vuelve con dos años más de despecho en la mochila? Este laburo no da
para más… Los canas siguen en la puerta del edificio de enfrente. Debe ser una
buena muerte después de todo estallar contra una vereda tras más de treinta
metros de caída. A Eduardo le bastaron dos pisos. De cualquier forma, con todo
lo que se había metido previamente, no había necesidad de ejecutar el salto del
ángel. El alma de diva, la última cabriola de la Edu abandonada por el más
eximio de sus chongos.
Mar del Plata, … de
febrero de 201... Cincuenta y cinco kilos. En otra época
hubiese levitado de alegría ante una constatación tal. Hoy viene Marcos a
buscar los mil dólares de adelanto y a reconocer el escenario. La cara que puso
el otro día cuando lo esperé en la vereda y le hice la propuesta. Lo que puede
la guita, ..., o la curiosidad. Espero
que el chiquito no hable porque van a creer que soy rica. Si supieran… Se lo ve
bastante lúcido y precavido. Confío en que lo repliegue su instinto de conservación.
Edu, ayudame desde donde estés para que no se arredre cuando empiece la movida,
la noche D, la noche de las lluvias, de la transparencia, la noche fluvial.
Algo habrá que ponerle a los colores para que el nene se suelte. Veremos. Tengo
tiempo hasta mañana para ajustar detalles. La sorpresa que le voy a dar a
Bartolomé cuando empiece a pedir, pedir y pedir. Y el alcohol, lo dejaremos
para cuando lleguemos con Marquitos. No quiero echar nada a perder.
4
El
cordero y las aguas
amarillo: amansado el cordero,
descepado de la cotidiana lucha por
permanecer en el marchito preludio,
le es otorgada la primera llave del ingente abismo;
entregarse primero
para poder después escapar…
El sonido de las llaves abriendo la puerta del moderno departamento se fusiona al de los truenos. Esta vez el mar no se tragó la tormenta. Llueve cuantiosamente. Ella enciende el aire acondicionado mientras él comienza a ducharse. Se encontrará en unos minutos atisbando en el reflejo de la mampara cómo la espuma se desliza por una de las prolongaciones de su cuerpo. Ha recibido instrucciones respecto de cómo realizar la minuciosa operación de higiene. Se le ha pedido terminar la maniobra con la frotación de una esencia que lo aguarda en la cómoda del único dormitorio que posee el departamento. Debe hacer su entrada con una toalla blanca enganchada en su cintura, sin demasiada teatralidad, al living en donde se procederá a hacer la primera ingesta líquida y todo lo demás. La oferente aprendió de su tía Martha el arte de escoger los frutos y transformarlos en los famosos elixires que entre prodigios menos inestimables hicieron famoso al hotel de las sierras. Ella prefiere llamarlos por sus colores, ya que la simple mención de su base constitutiva echaría por tierra el proceso de elaboración, que en este caso ha conllevado el pulso férvido de la expectativa. Ha sabido detener a tiempo el desarrollo del pedestre ágape acabado hace menos de una hora. Los veintiún días de ayuno jugaron más a favor que en contra. Mientras su vientre es un torbellino de procesos involuntarios que van recuperando espacios en donde se van forjando apetencias nuevas, una botella que transparenta el intenso amarillo de su contenido es traída a la mesa del living desde la cocina. Lamenta que la molienda de comprimidos que ha sido disuelta previamente en las tres botellas, la amarilla, la naranja y la roja, enturbie ligeramente sus contenidos. Siempre tuvo que renunciar a las anheladas purezas, no solo a las materiales, ha sido más dispendioso hacerlo con los avatares del habla y sus fútiles meandros. Por eso ahora calla, sirve y espera. Él conoce las generalidades del proceso. Sin embargo, lo que hará que la ceremonia corone, será la maestría de la oferente al desplegar sus alas imaginarias bajo la lluvia. “Tomate la medida de un saque y sacate la toalla.” “Y después en aquél sillón.” “Muy bien.” “AMARILLO ¿Después el agua?” “Qué bien te aprendiste el libreto, …, no hablemos más. Sacate la toalla.” Lo observa, iluminado por el fuego que estalla en el cielo de la noche de febrero y se cuela por el enorme ventanal. La tormenta arrecia. Adentro, una escena casi inerte, un silencio largo, cargados de expectación por un lado y de temor por el otro. Los corderos suelen transitar ciertos rituales despidiendo el trémulo perfume de su casto temperamento. La lectora olfatea la sangre bullendo, camina, observa desde varios puntos, se acerca, toca, pondera, acaricia y vuelve a alejarse, adivina el repiquetear de una ansiedad que no obstante va siendo disuelta por la leve turbiedad que ha sido incorporada al amarillo. Ay de las flores cítricas que endulzaban las tardes de soles débiles. Retorna el paisaje a través de un cuerpo que suda, iluminado, jadea, se entrega en sacrificio y a la vez espera su turno de proyectarse. El tiempo no está muerto, late, lento pero penetrante. “Estoy. ¿No se va a sacar la ropa?” “Hacé lo que te dije.”
naranja: la iniciación en la praxis
está por hacer historia,
por determinar
algunos futuros pasos…
Otra botella ha sido depositada sobre la mesa. “Tomate la medida y después el agua Marquitos, otro litro. Y una de estas dos, yo me tomo la otra para que no desconfíes. Elegí la que quieras.” Él vuelve a llenarse. La tormenta no escampa. La oferente optó por no secarse. Lleva el estigma de la etapa anterior hasta en las manos y hace sonar un disco de Ben Frost desde un artefacto ubicado en el dormitorio. Vuelve con un maletín negro. Lo abre. Escoge. Exhibe. Sonríe. Él conoce de memoria el guión y se abraza al respaldo de un sillón con las rodillas sobre el asiento. Durante la próxima hora, un repertorio de extravagancias recorrerá el interior de un cuerpo resaltado por la luz de las centellas penetrando un recinto apenas iluminado.
rojo: atajo imprevisto;
la dinámica del baile
cuando amo y esclavo
se entregan al franco
intercambio...
El instrumental con que se ha llevado a cabo la operación previa es retirado mientras Marcos oculta su pelvis con la toalla, jadeante. La lectora decide, mientras recoge, construir una tangente, improvisar antes de la tercera etapa de la ceremonia algo que seguramente conllevará un pago extra. Amanece. El cielo está totalmente cubierto. El viento ha rotado al sur y ya no es necesario que siga funcionando el aire acondicionado. “Uno de esos adelantos del otoño” piensa ella mientras comprueba que sigue lloviendo, aunque más débilmente. Se alegra. “Despabilate.” Arranca arrebatadamente la toalla que cubre el cuerpo desnudo. Le habla al oído… “Si te va, te doy trescientos más.” “Está bien.” “Empezá que voy a buscar el cuenco.” Cuando regresa, él la mira mientras agita. Se sonríe. Entiende, mientras procede artificiosamente con el spin-off del protocolo, que lo peor ha pasado. No se imagina lo que añorará el momento más ríspido del affaire al evocarlo. La operación toma varios minutos. “Acá, hasta la última gota.” Amelia no mira hacia la parte medular de la escena, se inclina por observar la contracción de los músculos de Marcos en el momento en que producto de la culminación se vierte en el recipiente. Lleva el cuenco a la cocina y lo guarda en el freezer. “¿Ahora el rojo?” “Después el agua. ¿Otra de estas?” “Dale.”
5
Los
destinos
Cuando
salió del edificio en uno de cuyos departamentos se ofició la ceremonia, Marcos
se detuvo en la vereda para ponerse el sweater que llevaba entre la muda limpia
de ropa que ocupaba su mochila la noche previa. Las demás prendas ya ataviaban
su recientemente incautada complexión. Había tomado un segundo baño antes de recibir
su importante recompensa y despedirse. Una de las cláusulas del conversado convenio
había sido que dejase en poder de la parte ofertante la ropa que se quitó antes
de la primera ducha en el semipiso. El anticipo del otoño marplatense había
llegado con más fuerza que lo habitual. El viento del sur soplaba intensamente,
aportando a la atmósfera de la mañana un viso harto diferente al del día
anterior. Mientras pequeñas gotas de lluvia pinchaban su cara, quien todavía no
lograba superar el efecto de lo consumido en la preludiar noche que tanto
recordaría durante toda su vida, no pensaba en otra cosa que en llegar al
escondite que había previsto para el dinero que llevaba consigo. ¿Abriría su
propio café como había especulado desde el momento en que aceptó la proposición?
¿Se mudaría a Villa la Angostura, lugar en donde su cuñado le había ofrecido
trabajar como guía de pesca en lo que se proclamaba como una actividad con
incuestionable futuro? ¿Haría el tan añorado viaje iniciático por América del
Sur en busca de paraísos ignotos? Si algo puede narrarse de seguro respecto del
destino de Marcos, es que volvió a merodear varias veces por el lugar en donde
pasó una excéntrica noche, pero sin atreverse a preguntar por la lectora.
A
Amelia por su parte no le quedaban fuerzas esa mañana para restituir el
escenario previo al evento planeado durante tantos meses. Consumió lo necesario
para dormir, impregnada del bálsamo para cuya consagración tanto había
trabajado y que había juzgado exitosa. El verano retornó a los pocos días. La pulcritud
volvió a imperar en el pequeño reino. Por la enorme ventana se atisbaban los
días bochornosos, con esa característica, iluminada bruma de algunas tardes del
febrero marplatense. Pidió a la encargada del edificio no ser molestada,
aludiendo un voto de silencio atribuido a una religión inexistente, nombre que
la mujer repetía defectuosamente, toda vez que hablando con los vecinos, citaba el encargo, haciéndolo con el mismo aire de censura y amedrentamiento con que refería cada episodio tocante a nuestro misántropo personaje. La lectora pagó
por adelantado varios meses de expensas y se consagró finalmente a esperar
durante varias semanas, en ayunas, en estado de anticipada hibernación, la
llegada del sueño.
¿Y
en cuanto al ilusionado Bartolomé? Esperó, esperó y esperó con idéntico afán; por
un lado, el regreso de quien se sentaba horas largas a leer casi siempre en la
misma mesa del café de la avenida Independencia, y por el otro, el triunfo de la
lista del truhán Recabarren en las elecciones del club (quien le había
prometido un mejor empleo en caso de “llegar”). Pero ninguna de las dos cosas
ocurrió. En la mañana del Viernes Santo, entrando por la puerta principal a su
lugar de trabajo, acción que a los empleados del café de la avenida
Independencia les estaba terminantemente prohibida, asesinó de un disparo en la
frente (no era cuestión de morir sin enterarse) delante de la tumultuosa
concurrencia, a la encargada del establecimiento, quien le había negado a
último momento los francos que se le debían y de los que planeaba disponer para
ir a visitar a su hermana a un pueblo serrano del oeste de la provincia de
Buenos Aires. Cabe subrayarse que más de un empleado del lugar exhaló más
tarde, secretamente, un aire de profundo regocijo motivado por el arrebato del
que fue testigo tanto público. Bartolomé corrió hacia la vereda en medio del
pavoroso estrépito y la diáspora de clientes y personal, con el revólver calibre
38 en la mano derecha, y sentado en el cordón, erigió su agitado rostro para esperar, sintiendo el sol del otoño.