El almuerzo en
casa del tío Alberto había terminado. Era habitual, casi una regla curiosamente
inexorable, el hecho de que sobraran enormes cantidades de comida. Sobre la
mesa, circundados por unas cuantas moscas que habían resucitado en medio del
invierno, interrumpido repentinamente por unos cuantos días de un fuerte viento
norte, los platos y bandejas ofrecían su contenido casi intacto en algunos
casos, a los comensales que bajo una parra raquítica, iban disminuyendo involuntariamente
la intensidad de su conversación.
Se levantó sin
generar el más mínimo comentario por parte de ninguno de los circunstantes
–casi nunca lo hacía-, atravesó la casa, y ya en la vereda, comprobó que la
rotación del viento al sudeste, iba devolviéndole al día ese fresco plomizo de
finales de junio. Tío Alberto vivía en la última calle antes de la barranca,
uno de esos barrios cuasi fantásticos de la ciudad en donde los naranjos, un
horizonte interminable visible desde esas considerables alturas, y la vista del
río, facilitaban la recuperación de ciertas necesarias convicciones. Bajó la
barranca por la calle que comunicaba la ciudad con los clubes náuticos. No
necesitó mostrar el carnet al portero de su club. Pereira la conocía de chica.
Una vez adentro, comprobó que casi era la única socia en el lugar, sólo en la
dársena donde se guardaban los yates, alguno que otro solitario futuro
navegante, limpiaba cubiertas, pintaba, o simplemente pasaba la cada vez más
ventosa y fría tarde en esa embriagadora y suave flotación enmarcada por los
sauces aporreados por la sudestada.
Fue hasta el
galpón en donde se guardaban los guigues, entregó el carnet al marinero -que la
observaba desde una silenciosa y distante parquedad- y retiró una canoa de las
que se encontraban amarradas en el canal que comunicaba la dársena con el río.
El Paraná de
las Palmas a esa altura de su trayecto tiene poco más de cuatrocientos metros
de ancho, se pueden apreciar perfectamente los detalles de la costa de la isla
con la que la ciudad se contrapone. Sin embargo, a pesar de no tratarse de esos
sitios en los cuales los caudales son mayores, haciendo más previsible la
cólera del agua ante el azote de los vientos, el hecho de que el río discurra
de norte a sur, hace que las sudestadas con sus ráfagas choquen con el torrente
que baja, produciendo un tipo de ola caótica de una altura significativa, cuyo
movimiento, provoca que las pequeñas embarcaciones se zamarreen de forma
notable. Ella amaba exponerse a ese riesgo, el cual necesitaba, para
prolongarse, que la canoa fuera conducida hacia el norte, por la margen
contigua a la isla, ya que ahí la resistencia de la bajada del río es mucho
menor, y remar la mayor cantidad de kilómetros posible en esa dirección, para
luego ubicarse en el medio del brazo, y ayudada por la corriente contraria al
viento, aventurarse al enojo de la bajante interrumpida por el fuerte
torbellino que arreciaba en sentido contrario.
Tal vez…
Rema, cruza el
río como otras tantas veces, el gran movimiento hace prever lo exitoso de la
empresa, piensa en cómo verá, como otras tantas veces, levantarse la proa de la
canoa para luego estrellarse sobre la superficie y dar con una nueva ola,
piensa sobre todo en la expectativa inexplicable que experimenta entre una y
otra embestida. Apunta al muelle donde el viejo Manuel en muchas oportunidades conversó
con ella, le alcanzó agua fresca, dejó entrever los avatares de la soledad. En
una ocasión, no tuvo que cruzar más de dos o tres frases con él para darse
cuenta de su borrachera. Era una tarde calurosísima, de esas que se recordarían
por décadas. Llamó a Manuel desde el muelle y este apareció por entre un
pequeño montecito ubicado en el terreno vecino. La mirada del tipo era otra,
ella no podía descifrar los motivos, digamos que no en su totalidad, porque es
indiscutible esa singular sensación de extrañeza que nos invade cuando estamos
prontos a experimentar en breves instantes algo que en nuestras vidas
representará un hito: el descubrimiento de una vocación, el conocer a alguien
cuya influencia cambiará nuestra vida para siempre, la inminencia del primer
polvo, incluso me atrevería a anticipar que la inmediatez de la muerte. En este
caso era probablemente la primera prueba de sus facultades para ejercer esa
inconsciente fascinación que la acompañarían perennemente.
¿Le daba la
impresión o estaba siendo tan vulgarmente seducida por ese hombre en relación
al cual había desarrollado sentimientos cifrados netamente en una infantilidad
deseosa de ser apañada? Y punto, todo lo demás…
Tardó meses en
volver a pasar por la casa de Manuel. Cuando lo hizo, este no parecía recordar
el tan engorroso affaire. Preguntó con una honestidad impoluta –así le pareció
a ella- acerca del porqué de tanto tiempo de no visitarlo. Luego de esa tan feliz
constatación, la relación volvió a discurrir por los cánones sobre los cuales
se había forjado en sus inicios.
Quizás, quizás si…
Rema, la
sudestada cada vez más impetuosa sacude los sauces que ya pueden verse tan
cercanos. Las nubes parecieran estrangularse para no soltar un aguacero
contenido. Pasa junto al muelle de Manuel. Nadie a la vista. La resistencia de
la corriente en bajada ha disminuido, desde acá, cada remada es ganancia, es
promesa de la prolongación de la aventura que la espera cuando se entregue,
cuando el río haga lo suyo.
Acaso, acaso si ese, si esa…
Rema, el canal
Trinidad no está tan lejos, ya pueden verse en la costa opuesta las viejas
construcciones con las cuales esa ramificación, esa misteriosa tangente
acuática confronta. El tío Alberto le ha prevenido en varias oportunidades, de que
cuando ande por el río, se mantenga lejos del canal Trinidad, pues la vuelta de
Lucrecia está muy cerca: “nunca te acerques ahí, pasan barcos muy grandes, aparecen
de golpe, vienen bajando, y si te acercás demasiado, las hélices que succionan
todo, te pueden arrastrar a vos y despedazarte. Es una muerte espantosa,
imaginate bordear el casco del barco sabiendo que te esperan esas hélices, no
hay escapatoria. Fijate cómo cuando estamos en el club y pasa un buque de esos
el agua se retira de la playa, …, es el agua que chupan las hélices.”
En la ciudad
solía comentarse que Trinidad había sido navegado por experimentados remeros,
por avezados pescadores, sin que ninguno de estos pudiese dar con la salida del
canal al otro brazo del Paraná; se narraban infinitas circunstancias en las
cuales, por diversas razones, los navegantes habían tenido que desistir y
desandar lo ganado a esas quietas y oscuras aguas. Ella también había intentado
internarse en esa suerte de túnel techado por enormes sauces que entrelazaban
sus ramas, formando una especie de cobertura agrietada por la cual, en los
mediodías claros, el sol proyectaba algunos haces que clareaban el agua en
pequeñas parcelas. Pero los camalotes habían conformado una barrera
infranqueable, la habían hecho replegarse, volver a la ciudad, al insoportable
aburrimiento estival…
Piensa que
diecisiete años son poco, que ya tendrá oportunidad de develar el misterio.
Tal vez, si, si eso no apareciese, tal vez al día
siguiente las horas en el colegio no retornarían con ese mismo, ese…, tal vez
Carolina volvería a sentarse junto a ella, le explicaría los motivos de su tan inconcebible
alejamiento. Podría gozar en silencio de un nuevo ataque de asma de Mauricio,
circunstancia que lo alejaría por un par de semanas, que evitaría, …, las
palabras, condenadas palabras, tal vez el nuevo profesor de educación física se
guardaría sus consejos, …, carita de boludo tratando de gustar, de volverse un
héroe en un tan evidente mundo de idiotas…
Rema, decide
entrar al canal del cual los camalotes la desalojaron aquella vez. El agua es
de un marrón casi negro, pero extrañamente se advierte cierta transparencia,
una transparencia que el marrón claro del brazo que ha abandonado nunca poseyó.
Siempre tuvo que esperar largos meses para reencontrarse con el mar (hablando
de esas añoradas transparencias), con su cristalina renovación, con la brisa,
con la acuática recuperación de una fe perdida a lo largo de las horas. Decide
intentar una inserción más prolongada. Hay instantes en los que se recobran
ciertos fervores, son cada vez menos frecuentes…
Quizás, si esa enorme y estruendosa monstruosidad no
surgiese, quizás dentro de un par de años reuniría la voluntad y el ardor suficientes
para reivindicar su pasado en un puñado de aceptables poemas, …, es tan
tranquilizador poder alejarse sin haber dejado de dar testimonio. Quizás en
menos de una década abandonaría el río y se lo llevaría por siempre con ella, lo guardaría celosamente,
allí, donde señorea la extravagante incertidumbre de los sueños.
Se detiene en
un muelle. Puede verse una casa con aspecto de abandono. Ata la canoa al muelle
y se recuesta sobre el piso. Usa el grueso abrigo de almohada. Las nubes se
precipitan hacia el norte, como escapando del fin de los tiempos. Se oye el
crujir de los troncos de los sauces enormes. Son tan placenteros el arrullo del
canal, el amigable vaivén de la pequeña embarcación, la contemplación de la
nubosidad escapando hacia regiones más templadas.
Acaso, si esa rugiente mole no emergiese
repentinamente, acaso llegaría a la adultez habiendo encontrado alguna certeza,
acaso, si eso, si eso no compareciese tan de repente, atrayéndola inevitablemente,
un vórtice tan poderoso, imposible de sortear, acaso hallaría aliados para
vivir la tan soñada desde su infancia vida de bohemia, compañeros de ruta,
seres capaces de dejarlo todo para ir tras el embelezo del camino, del
desierto, para marchar en busca de otras aguas.
Rema, ha
decidido volver, a finales de junio los días son tan cortos y no lleva reloj
consigo. Ya está en el río, se dirige hacia el centro del brazo para exponerse
al desordenado y fantástico oleaje de la sudestada. El cielo está de un gris
fabuloso, las nubes suspendidas parecieran poder tocarse. Ese viento con tanto
carácter, tanto imaginario marítimo, es hoy más fuerte que nunca. Empiezan a
caer algunas gotitas, muy pequeñas, pero dada la velocidad de las ráfagas
pinchan su cara, cosa que le agrada.
Está en medio
del río, un buque colosal aparece repentinamente por la vuelta de Lucrecia…