martes, 22 de noviembre de 2011

Diarios de Bicicleta

   


Es moneda corriente entre los que nos interesamos por preguntarnos acerca del objeto y materia objetiva de la literatura, intercambiar ideas respecto de en qué oportunidades nos encontramos ante un texto que reporte rasgos de literariedad. Quien escribe se inclina por la postura de que en muchos fenómenos que tengan que ver con la escritura, es evidente que se está ante un hecho literario. 

Hice un viaje al alto valle del Río Negro, una zona bellísima de la Argentina, y junto a mi compañero de ruta, recorriendo librerías en busca de un libro de Manuel Puig que había prometido regalar a mi madre, me encontré con Diarios de Bicicleta, de David Byrne. Volviendo a la idea del principio de esta entrada, creo que el libro de Byrne podría ponerse como claro arquetipo de estar ante una experiencia literaria, si bien en primera instancia pareciese que sus motivaciones no lo hubieran predestinado a esa esfera tan dúctil y oscilante.

Para quienes no lo conocen, el autor del libro que estoy reseñando fue integrante de los Talking Heads, una banda neoyorquina que dio sus primeros pasos a mediados de los '70 y se disolvió a principios de los '90. Pero su actividad no se limita a lo musical, ya que Byrne es un artista multimedia, que ha colaborado con músicos de la talla de Brian Eno, dirigido un importante número de videoclips, y es también un destacado activista del ciclismo como alternativa de transporte urbano, esa es precisamente la materia de Diarios de Bicicleta. En el libro se propone como idea central el uso de la bicicleta para recorrer el lado "b" de las ciudades. David reseña con una sensibilidad y una capacidad de observación admirables, su recorrido en una bicicleta plegable por diversas ciudades del mundo a las que ha ido de gira: varias ciudades norteamericanas, además de Berlín, Estambul, Buenos Aires, Manila, Sidney, Londres, San Francisco y Nueva York. La propuesta es sencilla, es imposible con un automóvil o cualquier medio de transporte urbano, acceder a los lugares a los que podemos acceder con una bicicleta, sumado esto a las consabidas ventajas que acarrearía este fenómeno si se extendiese, desde el punto de vista de la transitabilidad en los grandes polos urbanos, en cuanto a la reducción de la polución, y sin desestimar por supuesto los beneficios ostensibles en la salud de quienes se animen a sumarse a la propuesta. 

Pero más allá del activismo de Byrne en favor del uso de la bici, lo que me parece enormemente rescatable de Diarios de Bicicleta, es el hecho de estar ante una de las crónicas de viajes más fascinantes que he leído. Hay en el libro observaciones sociológicas, arquitectónicas, en relación a la situación del mundo del arte de las ciudades visitadas, que invisten un poder inquisitivo envidiable. Así por ejemplo, nos encontramos con que gracias a la moda del karaoke, Manila pareciera ser el escenario de una enorme obra conceptual, pues es un fenómeno que se ha multiplicado notablemente y que puede observarse fácilmente por toda la cuidad. El capítulo de Estambul es para quien escribe el mejor, especialmente el relato de la visita a una mansión con vistas al Bósforo llena de pinturas, una colección de caligrafía otomana y objetos de arte valiosísimos, como también la descripción de una noche contemplando la danza del vientre de un grupo de bailarinas, junto a un grupo de kazajos y turcos, en un tugurio gitano milenario. 

Soy argentino, y conozco bastante Buenos Aires, por lo tanto reafirmo lo que escribí algunas líneas arriba sobre la capacidad de observación de Byrne, ya que en el libro hay una de las mejores descripciones que he leído sobre la tan mentada "noche porteña" en el capítulo Buenos Aires. Me satisfizo lo bien parada que deja a nuestra música, no escatimando elogios para Juana Molina, Diego Frenkel o León Gieco, entre muchos otros. 

En definitiva, libro recomendado Diarios de Bicicleta, para todos los amantes de las crónicas de viajes, y vuelvo a destacar su valor literario, cifrado principalmente en lo admirable de su amplitud descriptiva y su capacidad de abstraernos en una lectura llevadera y rapidísima de sus más de 360 páginas. Espero que lo disfruten tanto como yo...  

viernes, 18 de noviembre de 2011

AH, MIS PIES DESNUDOS...

   


   En esta entrada voy a escribir poco. Como habrán visto en mi perfil los queridos amigos que me acompañan a la distancia, compartiendo búsquedas, sonidos, imágenes y obsesiones, unos de mis artífices de referencia es Pier Paolo Pasolini. No voy a hacer acá una reseña sobre su cine, sobre su obra literaria, sobre su benditamente revulsiva militancia, ..., se han hecho tantas y algunas muy buenas. Simplemente quiero compartir con ustedes el final de Teorema, un libro suyo de finales de los sesenta. Historia, si puede llamarse así, también llevada al cine por PPP. En el libro, interpuestos en medio de un formato narrativo, se encuentran una serie de poemas. El que voy a añadir a continuación es el que da final a la novela, y es para mí una suerte de reflexión interna hecha por el personaje, que de alguna manera encarna la cristalización de la militancia del director italiano contra la absurdidad de las aspiraciones burguesas, su reivindicación de la simpleza de las gentes de los suburbios, del campesinado, sin caer en entronizaciones demagógicas, esas que justamente siempre ha utilizado el poder para lavar en público sus secretos pecados. Habla también el poema del desierto, tal vez único ámbito en el cual la gran pregunta pueda ser alguna vez respondida, ese desierto en el que este personaje, un empresario milanés, despojado voluntariamente de todas sus riquezas, camina hacia el momento de su verdad, en un absoluto y literal estado de desnudez... 



¡Ah, mis pies desnudos que caminan
por la arena del desierto!
¡Mis pies desnudos que me llevan
allí donde sólo hay una presencia única
y donde nada me ampara de ninguna mirada!
¡Mis pies desnudos
que han escogido un camino
que yo sigo como en una visión
de los padres que construyeron,
en el 20, mi villa de Milán y de los jóvenes
arquitectos
que la completaron en el 60!
Como ya para el pueblo de Israel y el apóstol
Pablo,
el desierto se presenta ante mí
como la única parte de la realidad que es
indispensable.
O mejor aún, como la realidad
despojada de todo, salvo de su esencia,
tal como se la representa quien vive y, a veces,
la piensa, aun sin ser filósofo.
En efecto, nada hay aquí
que no sea necesario:
la tierra, el cielo y el cuerpo de un hombre.
Por demente, abisal o etéreo
que sea el horizonte oscuro su línea es UNA:
y cualquier punto suyo es igual a otro punto.
El desierto oscuro que parece brillar,
tal es su dulzura azucarada,
y la bóveda del cielo, incurablemente azul,
cambian siempre, pero son siempre iguales.
Bien. ¿Qué decir de mí mismo?
¿De mí, que estoy donde estaba y estaba donde
estoy
autómata de una persona real
enviado a caminar por el desierto en lugar de
ella?
ESTOY LLENO DE UNA PREGUNTA QUE NO SE RESPONDER.
¡Triste resultado, si he escogido este desierto
como lugar verdadero e ideal de mi vida!
El que buscaba por las calles de Milán
¿es el mismo que ahora busca por las calles del
desierto?
Es cierto: el símbolo de la realidad
tiene algo de que la realidad carece:
representa todo significado,
y a la vez agrega —precisamente
por su naturaleza representativa— un
significado nuevo.
Pero este significado nuevo es indescifrable
para mí
—a diferencia del pueblo de Israel o del apóstol
Pablo—.
En el hondo silencio de la evocación sacra,
me pregunto entonces si para marchar al desierto
no es preciso haber tenido una vida
ya predestinada al desierto, y si al vivir
en los días de la historia —tanto menos hermosa,
pura y esencial que su representación—
no es preciso haber sabido responder
a sus preguntas infinitas e inútiles
para poder responder ahora
a esta del desierto, única y absoluta.
¡Mísera, prosaica conclusión
—laica por imposición de una cultura de gente
oprimida—
de un cambio iniciado para ir hacia Dios!
Pero ¿qué habrá de prevalecer? ¿La aridez
mundana
de la razón o la religión, despreciable fecundidad
de quien vive
relegado en la historia?
Mi rostro, pues, es dulce y resignado
mientras camino lentamente,
jadeante y bañado de sudor,
cuando corro
lleno de un sacro terror,
cuando miro a mi alrededor esta unidad sin fin,
puerilmente preocupado,
cuando observo bajo mis pies descalzos
la arena sobre la cual me deslizo o me arrastro:
precisamente como en la vida, como en Milán.
Mas ¿por qué me detengo súbitamente?
¿Por qué miro fijamente ante mi, como si viera
algo?
No hay nada de nuevo más allá del horizonte
oscuro,
que se delinea infinitamente distinto o igual
contra el cielo azul de este lugar
imaginado por mi pobre cultura.
¿Por qué, sin que mi voluntad lo ordene,
se me contrae la cara,
se me hinchan las venas del cuello,
se me llenan los ojos de una luz ardiente?
¿Y por qué el grito —que desde hace unos
instantes
me sale enfurecido de la garganta—
no agrega nada a la ambigüedad que hasta ahora
ha dominado mi vagabundear por el desierto?
Es imposible decir qué clase de grito
es el mío: aunque sin duda es terrible
—a tal punto que me desfigura los rasgos
volviéndolos parecidos a las fauces de una fiera—,
también es, en cierto modo, alegre,
y me convierte casi en un niño.
Es un grito que invoca la atención de alguien
o su ayuda; pero que quizá también lo maldice.
Es un aullido que quiere proclamar,
en este lugar deshabitado, que existo,
o bien no sólo que existo,
sino también que soy. Es un grito
en el cual, hundido en la angustia,
se siente un vil acento de esperanza;
o acaso un grito de certeza, totalmente absurda,
dentro de la cual resuena, pura, la desesperación.
De todos modos, esto es cierto: sea cual fuere
el significado de mi grito,
está destinado a perdurar más allá de todo fin posible.

miércoles, 9 de noviembre de 2011

Últimas Primeras Palabras

Descubrirás las maravillas que pronto te serán vedadas
por un implacable e invisible ejército de nadies,
arrastrarás a paso lento el sonido de una noche
en la que un tortuoso y húmedo calor acabará por derretir tus huesos.


Tan pequeño ese niño para advertir a un enemigo tan cercano:
gestación de monstruos multiplicándose en mil rostros 
de una misma y persistente catástrofe...


¿Cómo logran esas execraciones tomar la forma de padres, de madres, de abuelas,
redoblar la apuesta, perpetuar a lo largo de los siglos las más fatídicas calamidades?


Oración de los muertos el vino y su magia, ..., abren la puerta de un nirvana,
un nuevo pacto de redención en una eternidad ajena a este empecinarse a las mismas veredas.


Cuántas falsas Albertinas me han hecho cantar un mudo grito en tierras ajenas,
sigo bailando aún aquella danza invisible, tal vez será esa etérea huella mi único poema,
mi casa sin nombre, mi origen encriptado en una indeleble lápida llamada destino.


Oración de los muertos el vino y su magia, ..., morir en ese fantástico sueño 
-suspensión de una perennemente embrionaria luminosidad...-


Oración de los muertos el vino y su magia, ..., me he entregado a lo único conocido...

martes, 8 de noviembre de 2011

Inmanencia

   Como de costumbre, las Luces Involuntarias transportaron mi experiencia, en este caso, hacia una pequeña casa en ruinas. Los episodios de ese tipo de factura, tal como he manifestado en reiteradas ocasiones, suelen darse en esos fantásticos amaneceres eternos, una especie de suspensión del tiempo en la cual la tenue luz de una luminosidad en cierne, compone el escenario de mis viajes más singulares. Me vi impelido a ingresar, puesto que algo desconocido me invitaba a sortear las estancias impregnadas de un espantoso olor a humedad, a muerte y abandono. Cuando llegué a la última habitación, desde la ventana descubrí un pequeño cementerio familiar. Desde chico me sentí atraído por todo lo tocante a los rituales y ornamentaciones que nuestra cultura suministra a quienes han traspasado el umbral, ..., el momento de la gran revelación, si es que la hubiera. Salté por el marco de la ventana y me ubiqué en el centro de las pocas sepulturas. No obstante, contrariamente a esas oportunidades en que las últimas moradas generaban un revelador dulzor arrastrado por un húmedo vientecito de principios de verano, sentí una presencia horrorosa que me obligó a desandar espantado el derrotero que me había llevado hasta las tumbas. Nada podía verse, olerse, tocarse, escucharse, lo cual tornaba más siniestra la comparecencia de una amenaza que hostigaba mi huída, haciendo que mis pasos no lograran hacerme avanzar rápidamente. Pude llegar hasta una de las primeras estancias cuando desperté, ya que las Involuntarias Luces parecieran ofrendar en cuentagotas el anticipo de una realidad que quizá en un Tiempo cercano o remoto -sinceramente no puedo atisbarlo- me introduzca de lleno en esas experiencias, no solo las del tipo que acabo de relatarles, pues he hablado en algún poema de cuerpos colgados esperando su turno en recintos embebidos de un dolor con opacos destellos de hielo, de ciudades Speerianas en las que siempre una calle acaba en un edificio antiguo, perfectamente conservado, en el que algo relativo a Hawthorne invita a entrar y desafía a la peripecia de animarse a revelarlo. Muchos años después encontré esta foto en una serie tomada por una querida amiga en que la casa era casi una réplica de la lóbrega protagonista de esta humilde confesión...    


Foto: gentileza de Cintia...